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viernes, 30 de octubre de 2015

Gwendolin


Una feliz tarde de campo era el mejor plan para pasar con la familia, o al menos eso parecía. Tíos, primos, abuelos… todos reunidos en la casa menos los más pequeños, ellos preferían jugar y ensuciarse con barro. Todo eran risas hasta que Anna, la más joven de la familia, pasó al interior con la cara descompuesta.

Se hizo un silencio sepulcral hasta que por fin, alguien preguntó lo evidente.

- ¿Qué te ha pasado?

- El de la casa abandonada… el viejo Gwendolin… ha hecho daño a Carlos.

Su madre la abrazó con todas sus fuerzas y con un pañuelo intentó quitar lo que parecía ser sangre de su diminuto rostro.

- Anna, esa historia de Gwendolin te la conté cuando eras más pequeña para que no te alejaras de aquí.

Se escuchó un grito desgarrador que venía de fuera y todos los adultos salieron despavoridos. Estaba anocheciendo, pero aún había la suficiente luz como para distinguir a Carlos corriendo a duras penas por los bancales que separaban la casa abandonada de las tierras de la familia. Sostenía su vientre con ambas manos, jadeando y gritando. Los hombres se acercaron a él a toda prisa para evitar que se desplomara. Su padre rápidamente lo tomó en brazos y volvió a la linde de la casa con el resto a su espalda. Se notaba que los pies se les hundían en la tierra húmeda y les costaba avanzar. 

Detrás de ellos en la lejanía, justo en una de las ventanas de la casa abandonada, se encendió una luz. Una silueta alta y fuerte apareció de la nada, vigilando la escena.

- ¡Oh Dios mío!

- ¿Ves mamá? ¡Gwendolin existe! Nos dijo que le gustaban los niños y mucho más aquellos a los que les gustaba explorar.

- Vamos a llevarlo al hospital -anunció el padre del niño- tiene una herida muy profunda en el vientre… ¡ese maldito hijo de puta!

- Los que nos quedemos aquí, cogeremos las armas y nos cargaremos a ese cabrón pederasta, te lo prometo -dijo el abuelo, posando su mano sobre el hombro del padre.

Mientras los hombres de la familia se marchaban con Carlos en un coche a todo gas, todas las mujeres se quedaron a la espera de recibir órdenes del abuelo. Cargadas de plomo volvieron a salir, no sin antes asegurarse de que sus hijos se escondieran en la despensa por si no regresaban. Entre sollozos y besos, se marcharon a enfrentarse al cuento de terror para niños, Gwendolin. 

La luz en la casa abandonada se había apagado.

Las vallas electrificadas impedían seguir el paso si no excavaban un agujero en la tierra, y así lo hicieron. Era de noche por completo cuando entraron en la casa en ruinas en busca de Gwendolin. No encontraron nada más que cientos de huesos pequeños esparcidos por toda la casa. El suelo crujía a cada paso.

- ¿De qué son estos huesos? -preguntó la madre de Anna.

- Son humanos.

- ¿Cómo estás tan seguro? - se dirigió al abuelo, sujetando en sus manos el hueso más grande que encontró en el suelo.

- Porque soy cazador y te puedo asegurar que eso es un fémur de niño con carne desgarrada. No es un pederasta…es un caníbal.



viernes, 16 de octubre de 2015

¡Que comienZe el espectáculo!


Nadie estaba preparado. 
El barullo de la casa atrajo a las criaturas como otras tantas noches, pero esa fue diferente.

Éramos catorce supervivientes en total, contando a los dos gemelos adolescentes que se incorporaron esa mañana. Golpes, gritos, gemidos, arañazos y patadas querían intimidarnos desde la puerta principal del edificio. Pues no lo consiguieron. Ya no.

Dos años atrás nadie hubiese dado un duro por mí, una chica del montón sin grandes metas, sólo preocupada por qué ropa ponerse al despertar. 
Cogí la escopeta y mi padre el cañón modificado. Nos dirigimos a la azotea, donde tener a tiro a esas repugnantes criaturas de la oscuridad. Nos siguieron por la puerta de acero los otros ocho que tenían armas de largo alcance y juntos formamos un escuadrón letal y sin escrúpulos.

Todo comenzó con la infección: al principio sólo afectaba a varones entre treinta y cincuenta años, pero poco a poco el virus mutó y dio sus frutos en cualquier ser humano de todas las edades, propagándose velozmente a un 85% de la población, pues se contagiaba con una única rozadura en la piel.

Mi padre dio la orden. Los disparos atronaron el silencio en la noche más oscura que jamás haya vivido, iluminando cada rincón de la calle y tiñendo de rojo la acera.

El problema no era que se nos acabaran las balas justo a la media hora.

El problema era que el ruido atraía a más y más infectados que corrían despavoridos de un sitio a otro, aturdidos por el sonido de las armas y buscando a sus presas escondidas tras unos ridículos muros de ladrillo allá en la bendita azotea. 
Hubo un silencio sepulcral cuando se nos agotó la munición, pero pasó lo inevitable… no podía aguantar más y estornudé. Cientos de infectados corrían hacia nuestra posición, trepando por la fachada del edificio con sus propias manos desnudas, la boca desencajada emitiendo gritos guturales y los ojos inyectados en sangre.

Se escuchó un estruendo de pronto: habían entrado por la puerta principal. No teníamos escapatoria, por mucho que cerrásemos esa ridícula puertecilla de acero de la azotea. Estábamos vendidos. Mi padre se giró al grupo armado hasta las cejas de estupidez y nos dijo:


-¡Que comience el espectáculo!




martes, 13 de octubre de 2015

PEREZA


Se levanta cada día cuando el sol alcanza su punto más alto. Se dirige al baño y mira con desgana a la ducha plagada de moho… mañana mejor, hoy no tiene ganas. 
Se pone la misma ropa de ayer o de anteayer, no lo recuerda muy bien, pero se la suda. Va a la cocina y abre la nevera. Sólo hay zumo de piña del que bebe directamente del cartón, sin reparos, pues nadie más iba a beber de ahí. Como de costumbre, llama para pedir comida a domicilio.

Había engordado 20 kilos desde el día fatídico, pero no le importó porque nadie más se fijaría en él, así que lo asumió y continuó con su repugnante vida de mierda. 
Todavía acumula basura en la habitación de matrimonio: envoltorios, restos de comida… incluso la ropa sucia estaba revuelta con las pesadas bolsas negras. El caos reina en aquella casa. Insectos y roedores corren de acá para allá a sus anchas, porque también le da pereza cerrar esa puta ventana. Mira a esa gran montaña de desechos y recuerda el día del incidente.


Su esposa no dejaba de gritarle, insultarle, menospreciarle delante de sus colegas; e incluso llegó a golpearle en la cara un día en casa de sus padres porque no le apetecía comerse el brócoli. 
¡Puto brócoli que huele a mierda! 
¡Puta ella!, que lo trataba como basura… 

Mató a su esposa al llegar a casa y la descuartizó con un serrucho, metiendo sus miembros inertes en diferentes bolsas oscuras, opacas. Y ahora, después de dos meses, todavía le da pereza quitar sus pedazos podridos de la habitación. 



lunes, 5 de octubre de 2015

21

Camino bajo la lluvia con escozor en los nudillos y dolor en las mejillas. 
Agacho la cabeza y me repito una y otra vez que no lloraré. 

Miro mi mano y la sangre se mezcla con el agua resbalándose hasta caer al suelo. Giro sobre mis pasos y compruebo con rabia cómo he ido dejando un rastro sangriento desde la puerta de la casa hasta mi posición. Respiro hondo intentando tranquilizarme y doy dos pasos más hasta llegar a la farola más próxima. 

Mi figura se ilumina en la oscuridad y me doy cuenta de que no estoy sola. El sabor metalizado a sangre me llena la boca, derramándose un poco por la comisura de mis labios.
Un hombre se me acerca con amplia sonrisa, enseñándome sus dientes. Me toco las mejillas recordando el instante - hacía poco más de media hora - en que me las mordió.
Avanza a toda prisa hacia mí. Se acerca tanto que casi nos chocamos, pero no eso nunca llega a ocurrir. Sin mediar una palabra, atraviesa mi cuerpo y se pierde en una nube etérea. 


Es otro más. Ya van 21. 


21, el número de hombres que he seducido para calmar mi sed de sangre y se han evaporado tan rápido como cayeron en mi trampa.







jueves, 1 de octubre de 2015

ELIXIR

El brujo tendió sobre sus manos temblorosas un frasquito con líquido ambarino en su interior. 

Algo brillaba, siguiendo el ritmo de sus latidos e intensificándose hasta envolverle entero con su luz.

Sí, estaba seguro que aquella era la señal.

Cuidadosamente desenroscó el tapón de cristal y dio un trago. Un sabor amargo inundó su boca, adormeciéndole la lengua y quemándole las entrañas allá por donde pasaba. Los ojos se le llenaron de lágrimas y sintió que ya no podía reprimir más su dolor.

Gritó. Gritó tan fuerte que creyó escuchar sus cuerdas vocales romperse en mil pedazos.
Se desplomó en los adoquines del suelo, fríos como una noche de invierno.

Aún consciente, su cuerpo daba espasmos escandalosamente bruscos.

Logró escuchar al brujo entre los golpes de sus miembros contra el suelo.

- La eterna juventud, amigo mío... - hizo una pausa y se agachó para susurrarle al oído, sujetándole por la espalda - El secreto es morir y dejar un cadáver joven. No envejecerás jamás - se incorporó y cuando se disponía a salir del cuarto, se giró una última vez - Yo siempre cumplo mi palabra.