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domingo, 28 de septiembre de 2014

Raven



Conociendo el bosque como la palma de su mano, Raven se aventuró una vez más para cazar. Para la sociedad en la que se veía sumergida y sabiendo que aun así comenzaba la nueva etapa de la Edad Moderna, ella tenía que disimular y aparentar ser una chica normal, pero en realidad, era mucho más que eso.
Con catorce años una chica iría a la casamentera para encontrar pareja, pero ella no entendía por qué una mujer tenía que someterse a eso. Siempre pensando en hacer feliz a su madre, para que luego se casen y tengan que hacerle feliz a su marido y a su familia, ya que una vez consumado el matrimonio, se debían en cuerpo y alma a la familia del novio, y la suya propia quedaba en el olvido. Ser una mujer era un suplicio, siempre pensando en estar bella, con ropajes llamativos y grandes maquillajes para llamar la atención de los muchachos.
Raven no era así: casi siempre lucía unos pantalones largos y estrechos de color negro, una camisa morada, un corsé negro con detalles violetas, y una caperuza negra que se mimetizaba con su larga cabellera oscura ondulada. Por su forma de vestir la llamaban “la bruja”, y bien sabía ella que era cierto.
Sin apenas maquillarse, era la chica más guapa de todo el pueblo pero al no seguir los patrones establecidos ningún chico se fijaba en ella, pero eso a ella no le importaba demasiado. Siempre llevaba consigo una ninfa agarrada al hombro que respondía al nombre de Diana, el ave era muy obediente y siempre le ayudaba a cazar.
Aquel día, Raven iba armada con un arco, su carcaj a la espalda y dos machetes en sus fundas colgados de un cinto en sus caderas. Gracias a que llevaba puestas unas botas altas, el agua y el frío no conseguían traspasar sus pies, pero cada vez pesaban más y más al quedarse una capa de barro de bastante grosor en la suela. De repente, crujió una rama delante de ella a unos veinte metros, Diana cantó la melodía que le había enseñado para advertir de la presencia de una presa, y acto seguido, se posó sobre una rama del árbol más cercano. Raven apuntó con su arco y flecha hacia el punto en el que sabía que daría en el blanco, esperó un par de segundos y disparó. Lo hizo con tal precisión que cuando se acercó, el corzo tenía la flecha clavada en el cuello de modo que no podía respirar.
Pasaron los días y todas las chicas del pueblo estaban emparejadas, salvo Raven, que siempre evitaba aquellas conversaciones en casa. El único chico que verdaderamente merecería la pena compartir su vida, era su amigo de la infancia, Andras, pero cuando crecieron se mudó a otro pueblo así que Raven se había olvidado de aquellos sentimientos que empezaban a surgir en lo más profundo de su corazón.
 Su madre se encontraba casi todo el tiempo preocupándose por el qué dirán, limpiando la casa, maquillándose y llevando ropajes más llamativos y extravagantes que encontraba en el bazar, siendo casi siempre de colores vivos:
-          ¡Qué vergüenza de hija!, siempre vas de negro, tan siniestra que a veces pareces demoníaca…- le decía su madre constantemente.
-          ¿Y qué si no quiero hacer lo de todas las chicas, madre?, es muy duro estar bajo el yugo del hombre, siempre a su servicio, siempre debemos estar a su disposición y siempre tenemos que estar guapas…pues ¡yo no! – le respondía Raven cada vez que discutían, y era muy a menudo.
-          No vales para ser mujer, ¡no sabes hacer nada! – le espetó su madre.
Nada más escuchar esto, Raven miró fijamente a los ojos a su madre. Pensó en su cuerpo, en causarle algún daño... La luz que entraba por la ventana del salón se fue apagando poco a poco, una nube fue rodeando a ambas y entrelazándolas; Raven pudo ver cómo su madre se retorcía de dolor y se tocaba su pecho, como si estuviera padeciendo un dolor terrible en su corazón; también pudo ver cómo su madre la miraba con un terror indescriptible, entonces todo paró:
-          No vuelvas a decirme que no sé hacer nada, ¿de acuerdo? – le amenazó Raven.
Pasaron los días y su madre todavía la miraba con recelo, cocinando la carne que había cazado y esperando con deseo a su marido, quien no era el verdadero padre de Raven. Ella lo odiaba por convertir a su madre en un ser repugnante, obediente y faltón, siempre defendiendo que el deber de la mujer era para con la casa, sus hijos y aprender a coser. No había cosa más indigna que ser mujer y pensar de esa forma:
-          Tengo que hacer algo… - se decía Raven cada vez que veía a su padrastro reírse de las mujeres. : - Diana, ¿tú que crees que puedo hacer? – le preguntó a su ninfa mientras la acariciaba las plumas.
Pasada una semana, su padrastro cayó enfermo. Padecía unas fiebres horribles y delirios que hacían enloquecerlo minuto a minuto. Raven sentía una gran satisfacción por el resultado del mal de ojo que le había lanzado días atrás. Sólo le hacía falta un par de vasos, uno de agua y otro de sangre de liebre, entonces derramaba un poco de sangre en el agua y conjuraba la maldición; después de todo, ella sí se sentía una bruja, y eso le funcionaba a la hora de formular hechizos y maldiciones, y por supuesto, su madre lo sabía:
-          ¡Bruja!, ¡has sido tú! – le gritaba mientras lloraba desconsoladamente. :- ¡Ahora vete de mi casa!
-          Pero madre, ¿a dónde voy a ir? – le preguntó Raven asustada.
-          ¡Lárgate de mi vista, insolente! Qué desgraciada me has hecho… - su madre rabiaba de dolor acariciando el rostro sudoroso de su marido.
Raven fue a su habitación, guardó las cosas importantes en un saco y se lo colgó a la espalda, lo mismo hizo con el carcaj de flechas y arco.  Diana se posó sobre su hombro y le agarró un mechón de pelo con su pico:
-          Diana, nos tenemos que ir, esto es insoportable…- decía Raven mientras las lágrimas corrían por toda su cara.
Cuando salió de casa, todo el pueblo parecía estar allí. Le hicieron un pasillo para que caminara mientras las mujeres le tiraban frutas podridas y los hombres se dedicaban a escupir o le gritaban insultos que jamás querría recordar. Agobiada por el pánico, Raven aceleró el paso hasta correr y llegar al límite del bosque. Allí, dio su último vistazo al pueblo, el cual la miraba con rencor y no quería que volviese nunca, así que se puso la capucha y avanzó por entre los matorrales, adentrándose en la oscuridad de la noche.
Todo estaba tan oscuro que no se veía nada. La luna había decidido no aparecer, así que la chica se tuvo que guiar por sus instintos. Tras horas de caminar con cautela, llegó a la rivera del riachuelo que tantas veces le había dado de beber; al acordarse, sintió mucha sed y sacó un pequeño cántaro del saco. Estaba llenándolo de agua cuando se fijó en la otra orilla del río.
Allí, de pie y desafiante, se encontraba una figura oscura más alta que ningún humano. No se le veía la cara, lo que aumentó todavía más la pulsación de su corazón, subiendo su adrenalina y entrando en ataque de pánico:
-          ¿Quién eres? – preguntó Raven a aquella figura oscura.
No hubo respuesta.
-          ¿Quién eres, y qué quieres de mí? – preguntó de nuevo tensando una flecha en su arco.
-          No lo hagas. – le dijo una voz masculina detrás de ella. Era su amigo de la infancia, que la había seguido hasta allí.
-          ¡Andras!, ¿qué haces aquí? – se sorprendió Raven, bajando la guardia.
-          Hace tanto tiempo que no nos vemos, que ya estaba preguntándome si no querías saber nada más de mí. Así que vine hace un par de días, y anoche también vi a este ser… – se sinceró el chico. : - Esta figura que ves ahí, es el portal. – le explicó a Raven. : - El portal a nuevos mundos.
Ambos miraron a aquella figura, ahora sabiendo que era el portal a nuevas dimensiones. Raven sintió curiosidad y guardó sus armas, se adentró en el río para poder cruzarlo y poco a poco iba avanzando, sabiendo que Andras la seguía ahora estaba más tranquila. Cuando llegaron a la otra orilla, Raven se dio cuenta de que la figura era mucho más grande de lo esperado, con una gran capa con capucha.
-          ¿Qué debemos hacer, Andras? , parece que tú sabes mucho más de esto que yo. – le dijo Raven al chico.
-          Dame la mano. – le ofreció Andras, y así lo hizo.
Primero sintió cómo la figura los absorbía y luego el vacío se apoderó de ambos, quedando en el aire sin soltarse de la mano. Ambos se miraron y fueron empujados por fuerzas ajenas a ellos hacia abajo. Poco a poco iban cogiendo una velocidad vertiginosa. Raven notaba cómo caía y caía, sintiendo el impacto de algunas gotas en su rostro, el viento frío y al fondo, una luz. Se trataba de una luz verdosa, rodeada de múltiples luces de menor tamaño amarillentas. Se acercaban…, ya llegaban…, hasta que sintió una descarga eléctrica en todo su cuerpo.
Se despertó de un salto, hiperventilando y con sudores fríos.
Diana estaba posada sobre su pierna, acercándose a su cara poco a poco, como si quisiera tranquilizarla después de una pesadilla. Raven se percató de que estaba tumbada entre una cama improvisada de hojas y ramilletes en medio del bosque.
-          ¡Andras! – gritó con todas sus fuerzas.
-          Estoy aquí. – dijo el chico detrás de un árbol.
De apariencia era el mismo, salvo por su piel, blanca como la nieve y a través de ella se podían ver sus venas. Sus ojos, negros en su totalidad miraban penetrantes a Raven.  Se aproximaba y ella actuó a la defensiva desenvainando sus machetes y amenazando con ellos a su amigo:
-          Nada de eso te sirve aquí, Raven. – dijo Andras mientras abría sus manos pacíficamente. : - Estás en otro mundo, recuérdalo.
-          ¿Pero en qué mundo? – preguntó Raven sin dejar de apuntar.
-          En un mundo paralelo al tuyo. – comenzó a explicarle. : - Verás, existen varias dimensiones en el universo, tú vives en una, mientras que en las demás están viviendo otras épocas o simplemente son otros seres los que habitan en esos mundos.
-          ¿Qué ser eres tú? – le preguntó Raven con ímpetu.
-          Soy tu ángel de la guarda. ¿No te acuerdas?, sólo tú me veías cuando eras pequeña. Los niños pequeños son más sensibles a estos fenómenos, sobre todo los que han estado rozando la muerte en algún momento.
Raven recordaba ahora con mucha más claridad cómo había pasado todo.
De pequeña sólo jugaba con Andras, y los demás niños la marginaban porque decían que hablaba sola, que era una bruja y estaba loca.  Siempre lucía unas alas negras y vestía como ella, de ahí esa obsesión por el color negro en sus ropajes. Era el único que entendía como se sentía y siempre la acompañaba en aquellos momentos más difíciles. 
También recordaba con claridad las veces que había tenido ataques cuando era pequeña: le subía tanto la fiebre que su cerebro decidía desconectarse para que su cuerpo no sufriera, algo que su madre nombraba como “ausencias”, puesto que pasados varios minutos, Raven volvía en sí:
-          Cada vez que me daban esos ataques, ¿estaba muerta? – le preguntó.
-          Así es, por eso me veías. – le dijo Andras, mientras desplegaba sus alas majestuosas delante de ella.
-          ¿Y cómo es que tengo poderes? – Raven quería saber mucho más.
-          Te los he dado yo. – Andras conjuró una bola de luz que salía de sus manos. Era de un color violeta reflectante en cada punta de sus dedos.
-          Entonces, ¿estoy muerta? – le preguntó Raven con miedo a la respuesta, ensimismada en el batir de alas de su amigo.
-          Técnicamente, sí. Pero gracias a que entraste en este mundo estando viva, puedes salir de él. – comenzó a explicar Andras.
-          ¡Déjame! – gritó Raven y comenzó a correr por aquella espesura.
Todo el paisaje tenía un ambiente tétrico. Árboles quemados hasta sus copas, cenizas en el suelo yermo, sin animales correteando por aquel medio… Raven paró en seco y gritó a pleno pulmón por la rabia contenida y la impotencia de saber que sólo ella podría entrar y salir a su antojo de ese mundo, pero no sabía el cómo.
-          Cuando creciste y cumpliste los siete años, dejaste de tener ataques. – le dijo Andras desde atrás. Ahora Raven cayó sobre sus rodillas llorando sin consolación. : - Hasta hoy.
Una mano fría rozó el hombro de Raven y la elevó del suelo sin apenas esfuerzo. Ahora se encontraba flotando en el aire, y miró a Andras. Estaba controlando su cuerpo, pero enseguida la bajó al suelo.
Raven abrazó con fuerza a su ángel de la guarda, y éste le correspondió, protegiéndola con sus alas. Siempre había tenido la apariencia de la misma edad que ella, cuando eran pequeños, Andras también tenía tres, cuatro, cinco años… la misma edad que Raven tenía en cada momento que lo veía, igual que ahora. Recordaba que cada vez que su cerebro se desconectaba, Andras estaba a su lado, con esa sonrisa tan agradable inspirándole tanta confianza…
-          Gracias. – susurró Raven sin soltar a su ángel.
-          No des las gracias. Esto es algo muy particular que le ocurre a muy poca gente, entre ellos tú. Es más bien una desgracia. – dijo con sinceridad Andras.
Caminaron horas y horas por aquellos bosques sombríos. La situación de Raven era la de ser una comunicadora entre aquel mundo y este, poder ver lo que hay en ambos y así poder decir lo que es mejor en cualquier situación. En el mundo que caminaban ahora habitaban unos seres oscuros, como manchas a nuestros ojos que se mueven. Esos seres predecían el futuro si así lo deseaban, pero también envidiaban el mundo de los humanos: tan llenos de energía, sentimientos y grandes recursos para vivir. Algunos de esos seres a los que Andras llamaba “espectros” se acercaban a toda prisa para ver a Raven y susurraban:
-          ¡Sí!, es ella…
-          ¡Ha vuelto!
-          ¡Pronto podremos hacerlo!
Andras le explicó que cuando se quedaba inconsciente, su cuerpo quedaba vacío, por lo que muchos de aquellos seres querían vivir en aquel mundo y se peleaban por ello, desatando grandes catástrofes naturales:
-          Hasta ahora no creía en el alma, tal y como la describe la Biblia…- comenzó a decir Raven, mientras cogía una flor seca del suelo, pero Andras la paró en seco.
-          No menciones nada de lo que acabas de decir. – le advirtió. Y Raven soltó la flor de entre sus dedos aterrada.
-          ¿Pero, por qué? – le preguntó Raven atónita.
-          Estos espectros quieren tu cuerpo, Raven, ¿no te das cuenta?, estoy aquí para ayudarte a cargar con esta responsabilidad… - dijo Andras con tristeza.
La responsabilidad era la de comunicar ambos mundos, ¿pero, eso era todo, o faltaba algo por explicar?, Raven, asustada decidió salir de aquel mundo a toda prisa. Corriendo entre la neblina que se había formado a sus pies, no escuchaba lo que Andras le gritaba desde atrás. Llegó a la orilla donde estaba esperándola el portal hacia su mundo, miró a la figura encapuchada delante de ella y deseó con todas sus fuerzas volver, entonces sintió como aquella figura la absorbía.
Cayó rodando sobre la hierba y desconcertada por el viaje. Una vez se repuso, echó un vistazo a su alrededor, pero su cuerpo no estaba en el lugar que ella recordaba.
Corrió hacia el pueblo y antes de llegar al límite del bosque, un fuerte olor a humo le invadió todo el cuerpo. Algo iba mal, muy mal. Siguió corriendo y llegó a las afueras de su pueblo, el cual ardía en su totalidad. Mujeres y hombres corrían despavoridos sin saber muy bien a dónde ir:
-          ¡Ha vuelto! – gritaba una mujer.
-          ¡Huid! – ordenaba un chico desde el almacén. Tenía a su disposición una veintena de caballos y los iba regalando a todo aquel que se aproximaba para escapar de las llamas.
-          ¡Lucifer ha vuelto a por nuestras almas!, ¡quiere más esclavos! – gritó una anciana con los ojos fuera de sus órbitas.
Una marabunta de niños llorando y gritando, buscando a sus madres y padres, pasó rozando a Raven, algunos incluso atravesándola. Estaba desconcertada, pero sabía que tenía que descubrir lo que había sucedido, así que fue avanzando poco a poco hacia lo que parecía ser el centro de aquella catástrofe, su casa.
Ardía en su plenitud, y allí en la puerta estaba tendida su madre aún en camisón y con los ojos perdidos en las tinieblas:
-          ¡Madre!, ¡madre! – gritaba Raven mientras se arrodillaba ante el cadáver. Intentaba tocarla pero sus manos atravesaban el cuerpo sin sentir tacto alguno. : - ¡No! – gritaba mientras lloraba y daba manotazos al aire.
-          Buenas noches, hija mía. – una voz masculina y ronca se escuchó desde su espalda.
Raven se giró y vio su propio cuerpo allí, de pie. Con los ojos completamente negros, mirándola fijamente. Llevaba la misma ropa que cuando sus propios paisanos la expulsaron del pueblo:
-          ¿Padre? – le preguntó Raven aterrorizada.
-          Sí. – le contestó su propio cuerpo pero con voz gutural.
A su lado, arrodillado, estaba Andras. Aparecieron dos grilletes metalizados por arte de magia en sus muñecas y miró con desaliento a Raven, la cual sintió que también la ataban otros grilletes similares.

Ahora tendría esclavizado a su ángel de la guarda y mejor amigo, Andras, por su culpa. Y ella nunca más podría entrar en su cuerpo y vivir una larga vida.
Vio sus propios ojos en su cuerpo, ahora poseído, que se tornaron rojos y  reparó en su boca, esbozó una sonrisa enseñando sus dientes perfilados y puntiagudos. Actuó con movimientos rápidos y tomó un machete de su cinto, se acercó a Andras, cogió una de sus alas y la estiró:
-          ¡No pierdas detalle, Raven! – dijo la voz de su padre, y comenzó a cortarle el ala desde raíz, que se situaba en su espalda.
El ángel agonizaba de dolor mientras miraba al espíritu de Raven y pronto sus preciadas y majestuosas alas negras estaban allí, en el suelo, convirtiéndose poco a poco en polvo. Raven reparó en otro detalle más: Diana se posó en el suelo junto a su madre, intentando despertarla picoteándole un mechón de pelo, pero sin resultado.
De pronto, una oscuridad invadió a Raven, la imagen de Andras se fue desvaneciendo hasta que únicamente escuchaba un pitido en sus oídos y sentía que caía al vacío, al olvido.