Translate

viernes, 16 de octubre de 2015

¡Que comienZe el espectáculo!


Nadie estaba preparado. 
El barullo de la casa atrajo a las criaturas como otras tantas noches, pero esa fue diferente.

Éramos catorce supervivientes en total, contando a los dos gemelos adolescentes que se incorporaron esa mañana. Golpes, gritos, gemidos, arañazos y patadas querían intimidarnos desde la puerta principal del edificio. Pues no lo consiguieron. Ya no.

Dos años atrás nadie hubiese dado un duro por mí, una chica del montón sin grandes metas, sólo preocupada por qué ropa ponerse al despertar. 
Cogí la escopeta y mi padre el cañón modificado. Nos dirigimos a la azotea, donde tener a tiro a esas repugnantes criaturas de la oscuridad. Nos siguieron por la puerta de acero los otros ocho que tenían armas de largo alcance y juntos formamos un escuadrón letal y sin escrúpulos.

Todo comenzó con la infección: al principio sólo afectaba a varones entre treinta y cincuenta años, pero poco a poco el virus mutó y dio sus frutos en cualquier ser humano de todas las edades, propagándose velozmente a un 85% de la población, pues se contagiaba con una única rozadura en la piel.

Mi padre dio la orden. Los disparos atronaron el silencio en la noche más oscura que jamás haya vivido, iluminando cada rincón de la calle y tiñendo de rojo la acera.

El problema no era que se nos acabaran las balas justo a la media hora.

El problema era que el ruido atraía a más y más infectados que corrían despavoridos de un sitio a otro, aturdidos por el sonido de las armas y buscando a sus presas escondidas tras unos ridículos muros de ladrillo allá en la bendita azotea. 
Hubo un silencio sepulcral cuando se nos agotó la munición, pero pasó lo inevitable… no podía aguantar más y estornudé. Cientos de infectados corrían hacia nuestra posición, trepando por la fachada del edificio con sus propias manos desnudas, la boca desencajada emitiendo gritos guturales y los ojos inyectados en sangre.

Se escuchó un estruendo de pronto: habían entrado por la puerta principal. No teníamos escapatoria, por mucho que cerrásemos esa ridícula puertecilla de acero de la azotea. Estábamos vendidos. Mi padre se giró al grupo armado hasta las cejas de estupidez y nos dijo:


-¡Que comience el espectáculo!




No hay comentarios:

Publicar un comentario