Nadie estaba preparado.
El barullo de la casa atrajo a las criaturas como otras tantas noches, pero esa
fue diferente.
Éramos catorce
supervivientes en total, contando a los dos gemelos adolescentes que se
incorporaron esa mañana. Golpes, gritos, gemidos, arañazos y patadas querían
intimidarnos desde la puerta principal del edificio. Pues no lo consiguieron.
Ya no.
Dos años atrás nadie
hubiese dado un duro por mí, una chica del montón sin grandes metas, sólo
preocupada por qué ropa ponerse al despertar.
Cogí la escopeta y mi padre el
cañón modificado. Nos dirigimos a la azotea, donde tener a tiro a esas
repugnantes criaturas de la oscuridad. Nos siguieron por la puerta de acero los
otros ocho que tenían armas de largo alcance y juntos formamos un escuadrón
letal y sin escrúpulos.
Todo comenzó con la
infección: al principio sólo afectaba a varones entre treinta y cincuenta años,
pero poco a poco el virus mutó y dio sus frutos en cualquier ser humano de
todas las edades, propagándose velozmente a un 85% de la población, pues se
contagiaba con una única rozadura en la piel.
Mi padre dio la orden.
Los disparos atronaron el silencio en la noche más oscura que jamás haya
vivido, iluminando cada rincón de la calle y tiñendo de rojo la acera.
El problema no era que
se nos acabaran las balas justo a la media hora.
El problema era que el
ruido atraía a más y más infectados que corrían despavoridos de un sitio a
otro, aturdidos por el sonido de las armas y buscando a sus presas escondidas
tras unos ridículos muros de ladrillo allá en la bendita azotea.
Hubo un
silencio sepulcral cuando se nos agotó la munición, pero pasó lo inevitable… no
podía aguantar más y estornudé. Cientos de infectados corrían hacia nuestra
posición, trepando por la fachada del edificio con sus propias manos desnudas,
la boca desencajada emitiendo gritos guturales y los ojos inyectados en sangre.
Se escuchó un estruendo
de pronto: habían entrado por la puerta principal. No teníamos escapatoria, por
mucho que cerrásemos esa ridícula puertecilla de acero de la azotea. Estábamos
vendidos. Mi padre se giró al grupo armado hasta las cejas de estupidez y nos
dijo:
-¡Que comience el
espectáculo!
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