Una feliz tarde de
campo era el mejor plan para pasar con la familia, o al menos eso parecía. Tíos,
primos, abuelos… todos reunidos en la casa menos los más pequeños, ellos
preferían jugar y ensuciarse con barro. Todo eran risas hasta que Anna, la más
joven de la familia, pasó al interior con la cara descompuesta.
Se hizo un silencio
sepulcral hasta que por fin, alguien preguntó lo evidente.
- ¿Qué te ha
pasado?
- El de la casa
abandonada… el viejo Gwendolin… ha hecho daño a Carlos.
Su madre la abrazó con
todas sus fuerzas y con un pañuelo intentó quitar lo que parecía ser sangre de
su diminuto rostro.
- Anna, esa
historia de Gwendolin te la conté cuando eras más pequeña para que no te
alejaras de aquí.
Se escuchó un grito
desgarrador que venía de fuera y todos los adultos salieron despavoridos. Estaba
anocheciendo, pero aún había la suficiente luz como para distinguir a Carlos
corriendo a duras penas por los bancales que separaban la casa abandonada de
las tierras de la familia. Sostenía su vientre con ambas manos, jadeando y
gritando. Los hombres se acercaron a él a toda prisa para evitar que se
desplomara. Su padre rápidamente lo tomó en brazos y volvió a la linde de la
casa con el resto a su espalda. Se notaba que los pies se les hundían en la
tierra húmeda y les costaba avanzar.
Detrás de ellos en la lejanía, justo en
una de las ventanas de la casa abandonada, se encendió una luz. Una silueta
alta y fuerte apareció de la nada, vigilando la escena.
- ¡Oh Dios mío!
- ¿Ves mamá? ¡Gwendolin
existe! Nos dijo que le gustaban los niños y mucho más aquellos a los que les
gustaba explorar.
- Vamos a
llevarlo al hospital -anunció el padre del niño-
tiene una herida muy profunda en el vientre… ¡ese maldito hijo de puta!
- Los que nos
quedemos aquí, cogeremos las armas y nos cargaremos a ese cabrón pederasta, te
lo prometo -dijo
el abuelo, posando su mano sobre el hombro del padre.
Mientras los hombres de
la familia se marchaban con Carlos en un coche a todo gas, todas las mujeres se
quedaron a la espera de recibir órdenes del abuelo. Cargadas de plomo volvieron
a salir, no sin antes asegurarse de que sus hijos se escondieran en la despensa
por si no regresaban. Entre sollozos y besos, se marcharon a enfrentarse al
cuento de terror para niños, Gwendolin.
La luz en la casa abandonada se había
apagado.
Las vallas
electrificadas impedían seguir el paso si no excavaban un agujero en la tierra,
y así lo hicieron. Era de noche por completo cuando entraron en la casa en
ruinas en busca de Gwendolin. No encontraron nada más que cientos de huesos pequeños
esparcidos por toda la casa. El suelo crujía a cada paso.
- ¿De qué son
estos huesos? -preguntó
la madre de Anna.
- Son humanos.
- ¿Cómo estás tan
seguro? -
se dirigió al abuelo, sujetando en sus manos el hueso más grande que encontró
en el suelo.
- Porque soy
cazador y te puedo asegurar que eso es un fémur de niño con carne desgarrada. No
es un pederasta…es un caníbal.
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