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martes, 10 de marzo de 2015

El hombre del saco


Dard atisbaba con sus prismáticos desde la entrada de la cueva. Sí, aquella familia era idéntica a la que un día fue la suya propia otro tiempo en otro lugar. Pensó en lo felices que eran juntos, en las tardes llenas de risas y abrazos. Nunca más volverá a escuchar a los suyos, así que tenía que limitarse a observar a otras familias. Se apartó el lacio y grasiento cabello oscuro que le cercaba el rostro para poder observar mejor. Había una chica en especial que le recordaba a la que era en un tiempo remoto, su apreciada y joven esposa.


-          ¡Vaya! – exclamé tropezándome entre risotadas. El camino era algo estrecho y pedregoso, y perdí el equilibrio en una roca más grande, cayendo al suelo de bruces.

-          ¡Cuidado, Mía! – advirtió mi prima Aldara.

Aldara tenía dieciocho años, uno más que yo, y por lo tanto, la mayor de todos los primos. Éramos un total de diez, pero sólo salíamos a caminar por los alrededores las chicas, así podíamos hablar de cosas que no se podrían decir delante de los demás. Como cada fin de semana de verano, nos reuníamos todos en la casa de campo de los abuelos, donde pasábamos el día en la piscina, tomábamos el sol, charlábamos, dábamos largos paseos para tomar aire puro y despejarnos de la ciudad… en definitiva, éramos una verdadera familia.

-          Mía, ¿qué hay allí, en aquella cueva?, el otro día me pareció ver una luz que venía de ahí… – preguntó mi hermana Sabina. Era apenas una adolescente curiosa.

-          Yo te contestaré, prima – interrumpió Aldara - . Se han oído muchas historias sobre el ser que habita esa cueva. Pero la más conocida es la de un griego al que desterraron a nuestro país hace ya algunos años. Vive en solitario, pero nadie sabe el porqué. De vez en cuando hay personas que dicen haberlo visto deambulando por el extrarradio de la ciudad, mendigando algo de alcohol para ahogar las penas.

En esos momentos, miré de lleno a la cueva. Estaba a unos diez kilómetros de nuestra posición, justo en la ladera de la montaña, pero se distinguía entre los demás recovecos. Me sentí observada de repente, como si aquel griego de verdad existiese y nos estuviera espiando. Se me erizó la piel y actué de forma rápida pero sin levantar sospechas de mi terror.

-          Vamos a dar la vuelta ya, ¿qué os parece? – hice una pausa - . ¡Quiero bañarme! No aguanto más el calor…

Lency era un poco más mayor que Sabina, y aceptó de inmediato mi proposición. En sus ojos también vi temor por lo que pudiera pasar si avanzábamos unos cuantos metros más allá.

-          ¿Quién será la última en llegar? – preguntó entre risitas, adelantado mis pasos a toda velocidad. Por supuesto, Sabina se unió a la carrera.

Aldara y yo pronto las perdimos de vista, y cuando hubo la bastante distancia entre ellas y nosotras, me atreví a hacerle una pregunta.

-          ¿Crees, de verdad, que el griego vive en esa cueva?

-          Mía, es sólo una historia para asustar a los niños y que se lo piensen dos veces antes de escaparse de su casa, ¿tú te lo crees? – Aldara abrió los ojos de forma exagerada, esperando una respuesta negativa a su pregunta.

-          Sí – dije agachando la cabeza, avergonzada - . Sabina puede ser todo lo que quieras, pero no es una mentirosa. Si ha dicho que vio luz allí, la vio.

-          En ese caso, ¿qué historieta ronda esa cabecita tuya sobre el destierro del griego?

-          Pues, probablemente sea un psicópata que asesinó o violó o se escapó de un manicomio en su país… no sé…

-          Mía, tengo que contarte un secreto que sólo lo saben unos pocos – hizo una breve pausa y prosiguió - . Estoy embarazada de tres meses.

Se hizo el silencio entre nosotras. Sólo se podía oír el chirriar de montones de grillos y cigarras entre las flores y plantas que nos rodeaban. Pronto llegamos a la linde de nuestro terreno y las pulsaciones de mi corazón se relajaron bastante. Me sentía segura allí, nada malo podría pasar mientras estuviera rodeada de gente.

Todavía no eran ni las seis de la tarde, así que entré al aseo y me quité la camiseta empapada de sudor y los pantalones cortos. Me puse el traje de baño y salí a por una toalla seca. Las carcajadas ensordecían el ambiente. Subí las escaleras que conducían a la piscina y me encontré el agua revuelta de tanta gente allí metida, jugando y dándose un chapuzón. Mis primos pequeños se zambullían en saltos ya planeados y los mayores jugaban con un balón hinchable. En el césped, las mujeres descansaban en las hamacas tomando el sol y unos refrescos. Deslicé mi toalla sobre el suave césped y no tardé en unirme a la fiesta del agua.

-          ¡Eh, ten más cuidado, hombre! – le grité a uno de mis primos que intentaba ahogar a Dany, el más pequeño de ellos. Sabía que era un juego, pero no quería tener una desgracia aquel fabuloso día.

-          ¡Tranqui, Mía! – me contestó Aldara, su hermana. Venía nadando hacia donde estaba yo - . No lo hace en serio, además, tú no eres su madre…

-          Es verdad… ¡Lo siento! – le grité a mi primo, quien me respondió con un simple asentimiento.

Me sentí extraña. Nunca había gritado, discutido o prohibido nada a mis primos. Estaba demasiado sugestionada con toda la historia del loco de la cueva, que mis sentidos se agudizaron hasta el punto de creer que todos se volverían contra todos y aquel día acabaría muy mal. Salí de la piscina y fui directa a la toalla a secarme. Me tumbé sobre ella y respiré hondo. Estuve a punto de dormirme cuando algo peludo rozó mi pierna. Me incorporé de un resorte y allí vi a Luna, la gata blanca y majestuosa de mi abuela. Siempre había sentido amor hacia los animales, pero aquella gata tenía comportamientos demasiado humanos. Presentía que algo no iba bien en mi cabeza, y vino a consolarme, ronroneando y pasando su suave cuerpo sobre mis muslos. Me senté con las piernas cruzadas y Luna se hundió en el hueco que había entre ellas. La acaricié repetidas veces y me tranquilizó todavía más. La gata era mucho más lista de lo que me pensaba, de eso estaba segurísima.

-          Mía, ¿te apetece algo refrescante? – me gritó la joven Lency, a la que apenas le sacaba cuatro años. Me giré y un gran chorro de agua helada impactó contra mi cara.

Lency se había armado con una gran pistola de agua. Se abrió la veda. Cada uno de nosotros cogimos una pistola de agua del armario de la piscina. Una monumental guerra de agua inundó la zona. Las madres gritaban y corrían despavoridas al verse perseguidas por sus propios hijos lanzándoles chorros a presión. La situación no tenía límite hasta que se escuchó el llanto de mi primo más pequeño, Dany. Supimos que era el final.

-          ¿Qué te ha pasado? – le preguntó su madre.

El pequeño Dany sólo lloraba y me miraba. De pronto me vi señalada con su diminuto dedo acusador y el alma se me cayó al suelo. Le había disparado directamente al ojo sin darme cuenta.

-          ¡Lo siento, tía, de veras… no era mi intención! – me excusé.

-          Mía, hoy estás realmente rara. Ten más cuidado la próxima vez… - me dijo con tono serio mientras tomaba a su pequeño retoño en brazos y lo alejaba de mí.

¡Perfecto!, ahora era yo la que había fastidiado el día de campo. Mi primo se reía de mí, lo sabía. Después de haberle reprendido que tuviera más cuidado, y fui yo la causante del llanto de Dany. Me dirigí al estrecho cuarto de la piscina y dejé allí la pistola de agua. Después, fui a la casa y entré en el aseo. Me quité el bikini empapado y me puse ropa mullida y seca: una camiseta y pantalones muy cómodos y zapatillas negras de la marca Converse. Me miré en el espejo y peiné con gran dificultad mis cabellos húmedos y encrespados.

Salí rápidamente de nuevo y caminé a toda prisa hacia el huerto de mi abuelo.

Allí estaba el hombre sentado en un muro de cemento, observando su trabajo laborioso y mirando al horizonte de vez en cuando. Me senté junto a él y ambos mantuvimos unos minutos de silencio contemplando cómo se regaban aquellas plantas: tomates, cebollas, sandías y melones. Ese había sido un buen año, sin duda.

-          Mía, ¿qué tal tu vida? – me preguntó con su voz ronca.

-          Pues seguro que no tan interesante como la vida en el campo, abuelo. De verdad. Estoy ya cansada de la ciudad, necesito unos días para entrar en contacto con la naturaleza.

-          ¿Estás segura? – me preguntó clavando sus ojos azules como el cielo en los míos.

-          ¡Claro!, ¿por qué?

-          Porque necesito ayuda. Tu abuela ya no quiere venir aquí. Siempre pone la excusa de la limpieza, el cuidado y el gran trabajo que significa tener lo que tenemos. ¿Quién labra la tierra?, ¿quién se ocupa del regadío? ¿Acaso crees que ese pinar – señaló al camino que daba entrada a los terrenos de la casa del campo – se ha cuidado solo? Tuvimos una plaga de la procesionaria hace ya unas semanas.

-          No tenía ni idea…

Contemplé el camino bien cuidado y señorial, adornado de frondosos pinos a ambos lados. Por ahí pasábamos con el coche cada vez que íbamos o veníamos de la ciudad. Lo cierto es que nunca me había parado a contemplar la belleza de la naturaleza hasta ese instante. Las flores que le daban un toque de color, los insectos que revoloteaban alrededor… y de pronto, de nuevo algo peludo me rozó el brazo desnudo. Luna, la gata blanca ronroneaba a mi lado.

-          Te quiere, ¿eh? – me dijo mi abuelo.

-          Sí – reí suavemente, satisfecha por comprobar que alguien, humano o animal, me quería expresamente a mí. En este caso, se trataba de Luna, pero me daba mucho más cariño que cualquier humano con el que alguna vez tuve relación, incluidos mis padres.

-          Voy a ver si puedo recoger algo para la cena…

Mi abuelo se incorporó y se metió de lleno entre las plantas del huerto, rebuscando algún tomate o cebolla para la noche. Decidí que era tiempo de volver a la piscina y ver qué había pasado con Dany finalmente. Luna seguía mis pasos muy de cerca, maullando, intentando advertirme de algo… pero sólo pude interpretar que me quería, así que no le di importancia.

Al llegar de nuevo a la piscina, todo había vuelto a la tranquilidad, o eso me pensaba yo. Dany y su madre me miraban recelosos desde su asiento, mientras que conforme me iba acercando, percibía que los presentes se silenciaban. Cuando por fin llegué, todos callaron definitivamente. Obvio, habían estado hablando de mí, de mis comportamientos, de lo que he hecho, de lo que hago y de lo haré en un futuro. Siempre gustaban de criticar al que faltaba en esos precisos momentos, pero luego, todo el mundo aparentaba ser feliz con el resto e incluso gastar alguna que otra broma pesada sin ofender. Pero yo sabía muy bien, que sí era para ofender.

Se me había olvidado por completo la toalla, que yacía allí tirada y húmeda. La recogí y me dispuse a tenderla en las cuerdas junto al resto de toallas, dando la espalda a todos.

-          ¡Vamos adentro que ya está refrescando! – propuso mi abuela. Acto seguido, todos recogían sus bártulos y hablaban de la cena.

No me di la vuelta a pesar de que la toalla ya estaba tendida. Miré al suelo y toqué mi bolsillo. No había mirado mi teléfono móvil en todo el día… seguro que tenía cientos de mensajes o alguna llamada perdida… Desbloqueé la contraseña y me encontré con que nadie, absolutamente nadie, se había acordado de mí aquel día. Miré al horizonte. El sol quería esconderse detrás de la montaña, y algunas estrellas ya habían hecho su aparición en el cielo. Algo me golpeó en la espalda que me hizo volver a la Tierra. Lency me había tirado su zapatilla. Era una chica muy alegre y juguetona, y siempre intentaba ponerte una sonrisa para que te sintieras bien en los momentos de flaqueza.

Sabina también apareció detrás riendo. Mi hermana era más introvertida, apenas hablaba cuando había alguien más, pero en cuanto soltaba algo por esa boca, todos los que la escuchaban, soltaban risotadas. En realidad era una chica muy graciosa a pesar de su gesto serio, por eso era tan sorprendente.

-          ¿Qué os lleváis entre manos? – les pregunté sin dudar.

-          ¿Qué dices, Mía? – preguntó Lency, recogiendo su zapatilla.

-          Cuando he vuelto, todos os habéis callado, ¿estáis planeando algo contra mí? Porque realmente, es lo que parecía…

-          ¡No te vuelvas loca, hermanita! – exclamó Sabina, abrazándome por el hombro.

Entre las dos me guiaron hacia el interior de la casa de campo. Allí había un gran revuelo de mujeres poniendo el mantel, los platos, los vasos, los cubiertos… salí al patio interior, donde se encontraba la barbacoa. Todos los hombres rodeaban las ascuas de una hoguera que hacía unas horas llameaba. Me quedé rezagada, observándoles. En una mesita habían puesto varios botellines de cerveza y me decidí a coger uno. Bebí del botellín mientras los hombres ponían la carne en la parrilla y contaban algún que otro chiste verde o machista. Siempre quise averiguar el porqué de la existencia de esos chistes de mal gusto… pero me di cuenta que también habían varios muy feministas, así que apenas le di importancia. Eran mi familia, y no tendría que tenerlo en cuenta.

Pronto la carne rezumaba un olor riquísimo, abriendo el apetito a cualquiera que tuviera el placer de olisquearla a kilómetros a la redonda.

Había anochecido por completo.

Después de ese botellín de cerveza, cayeron unos cuantos más. Me sentía un poco embriagada por el olor a la carne recién hecha, el humo de las ascuas que provocaban picor en los ojos, las voces graves del grupo masculino… decidí pasar un rato adentro y ayudar en lo que pudiese, pero antes, tendría que ir a descargar líquidos al aseo. Me reí en mis adentros al pensar que la cerveza que había bebido iba a salir de mi cuerpo del mismo color del que entró.

Luna me seguía, protegiéndome a todo momento. Había una regla no escrita a cerca de los animales y la casa: bajo ningún concepto podrían pasar. Aquella vez fue diferente, nadie dijo nada al respecto, todo el mundo andaba enfrascado en sus conversaciones, y la gata blanca entró conmigo en el aseo. Hacía un poco de frío allí, pero no me importó.

Encendí la luz, cerré la puerta con pestillo y me senté en el retrete sin bajar mis pantalones. Dejé la cabeza caer sobre mis hombros.

-          ¡Qué cansada estoy…! – exclamé en voz baja. Luna se sentó en el suelo, delante de mí y me miraba sin mover un pelo.

Desperté de pronto. Parecía que habían pasado minutos, la luz seguía encendida… pero el silencio reinaba en el interior de la casa. Me levanté de un salto procurando no hacer ningún ruido que delatara mi posición.

Lo primero que me vino a la mente fue: Aldara ha hablado con todos sobre mis temores y me querían gastar una broma, un susto. Estaba segura de eso. Tenía miedo, aunque sabía que me iba a encontrar con todos allí, intentando espantarme y consiguiéndolo. Llevé mi mano al pestillo pero Luna me rozó en esos momentos el tobillo. Aparté mi mano del candado que me separaba de ellos y acaricié a la gata. El corazón me iba a mil pulsaciones, e incluso podía sentirlas en mi cuello. Mis oídos ensordecieron de miedo y comencé a hiperventilar. Un fuerte golpe en el salón provocó que cayera sobre mi trasero al suelo. Cogí mi móvil del bolsillo y no lograba desbloquear la contraseña…

-          Quedan tres intentos – leí en la pantalla.

Tecleé de nuevo el número secreto.

-          Quedan dos intentos.

Con las manos sudorosas y temblando, conseguí desbloquear la contraseña por fin. Me metí en la bañera con Luna en mis brazos y cerré las cortinas. Marqué el número de la policía.

-          Emergencias, ¿dígame? – descolgó un hombre.

No había pensado en que mi voz podría ser escuchada por alguien extraño, así que hablé entre susurros.

-          Necesito ayuda, algo ha pasado en mi casa… - las lágrimas se derramaron por mis mejillas al imaginarme lo que podría haber pasado.

-          ¿Puede usted hablar más alto? Apenas la escucho…

-          ¿Puede venir alguien a mi casa? – hice una pausa y tragué saliva como pude para continuar - . Ha pasado algo… y estoy encerrada en el baño… ¡Deprisa, por favor! ¡Estoy muy asustada!

Abracé con más fuerza a Luna y apreté los dientes, evitando gritar. Les di mi dirección y colgaron, asegurándome protección de inmediato. Cerré de nuevo los ojos, ahogando mi llanto, intentando no llamar la atención del exterior, cuando de pronto, escuché unas sirenas. Me sequé las lágrimas con las manos y abrí las cortinas, expectante por lo que pudiera pasar a continuación.

-          ¡¡¡Policía!!! – gritó un hombre seguido de otros tres.

Al entrar al salón, enmudecieron por unos segundos y después caminaron despacio.

-          ¡Joder! – gritó uno de ellos.

-          ¡Somos la brigada de emergencias!

Salí de la bañera con el corazón en un puño y abrí el pestillo sin dilación. La estampa me abrumó. La sangre decoraba las paredes, junto a vísceras y trozos de carne. Me llevé la mano a la boca y grité tan alto como pude, pero no cerré los ojos. No soportaba más la tensión. Justo en frente de mí estaba el cadáver de Aldara, abierto desde el cuello hasta la cintura, mostrando su interior. El olor era tan putrefacto que me provocó el vómito allí mismo, en el suelo.

 Cuando levanté la vista, pude ver al resto de mi familia tendida en el suelo, con los ojos abiertos y las mandíbulas destrozadas. Mi abuela, mi madre, Lency, Sabina… Di un grito desgarrador mientras dos agentes me sujetaban de los brazos.

Una figura musculosa se escondía entre los árboles. Desprendía un fuerte olor a sudor y de las puntas de sus lacios y largos cabellos caían gotas de sangre. La historia se había repetido. Aquella chica que tanto se parecía a su esposa, también estaba en cinta, y por lo tanto, ese bebé no debía nacer. Dard sospesó el saco que sujetaba en sus manos.

-          Sí, el feto no merecía vivir. Nadie merece vivir en estos tiempos – se decía una y otra vez en su cabeza.

El saco estaba empapado de sangre y dejaría un rastro si no tenía cuidado. No quería que nadie le molestara en su cueva, así que se lo puso al hombro y se fue corriendo. Conocía aquellos terrenos como la palma de su mano y no necesitaba luz alguna para guiarse en plena oscuridad. Aquella familia sólo había pagado con sangre su locura por la mujer que traería a una criatura al mundo. Dard se repetía una y otra vez:


-          Ella no pudo tener a mi hijo… ninguna podrá hacerlo mientras yo respire. 


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