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domingo, 2 de noviembre de 2014

El juglar de Castilla


El sonido de las pisadas de un par de niños correteando retumbaba entre los árboles del bosque que rodeaba la aldea. Uno provenía de la descendencia honorable de aquel feudo mientras que el otro era un simple campesino. Se conocieron un día soleado en el río, Randel recogía agua en un cántaro y su madre lavaba la ropa; escondido detrás de unos arbustos estaba Yago observando cómo una chica joven también lavaba la ropa al lado de la madre de Randel. Tenía más o menos la misma edad que él, unos doce años, pero se quedó prendado de su belleza. Tan ensimismado se encontraba que no se dio cuenta de que Randel se acercaba poco a poco y le asustó. Comenzó a perseguirlo hasta que ambos niños acabaron agotados.

-      ¡Basta!, mira chico, vamos a parar ya que no puedo más. Llevo todo el día huyendo de los guardias…
-          De acuerdo, eres un “gallina” y te rindes… - le dijo Randel entre risitas.
-          ¡No soy un “gallina”! Me llamo Yago. – dijo el chico, ofendido.
-          Yo soy Randel, pero todo el mundo aquí me llama “el juglar de Castilla” – le explicó.
-          ¿Y eso a qué se debe? – preguntó Yago entusiasmado por conocer más.
-          Me encanta inventarme historias sobre caballeros en grandes batallas, sobre cómo rescatan a la princesa, la manera en la que sobreviven luchando contra un dragón… lo cuento con mucha gracia y a la gente le gusta. Por cierto Yago, ¿de dónde eres?, es que nunca te había visto por aquí…- le dijo Randel.
-      Soy el heredero del feudo, pero me escapé. – se limitó a decir Yago mirando alrededor por si algún guardia estaba al acecho.
-      ¡Me caes bien!, ¡vamos a jugar al escondite! – propuso Randel y Yago aceptó.

Pasaron los años y aquellos niños fueron tomando tal amistad que casi todos los días se veían y quedaban a comer en la cabaña de Randel o en el propio castillo del linaje de Yago.

-          Temo por ti, Randel. – le dijo su madre mientras ofrecía un plato a su hijo en la cena.
-          ¿Por qué?, no he hecho nada malo hoy… - intentó excusarse el niño.
-          Por que cuando crezcáis cada uno tomará caminos diferentes y tú seguirás siendo un campesino que obedecerá sus órdenes… incluso si te conviertes en juglar lo seguirás haciendo. Temo por si algún día las desobedeces, como hizo tu padre… - comenzó a trabarse mientras decía estas últimas palabras, y las lágrimas se derramaron sobre sus mejillas.
-          Papá simplemente luchó por lo que creía, y murió siendo todo un hombre, no te entristezcas por ello, mamá. – le puso la mano sobre el hombro de su madre: - Además, aquí estoy yo para vengarle.
-          Gracias, cariño. – le dijo y le besó en la frente.

Randel y Yago nacieron el mismo año, y ambos celebraban su cumpleaños el mismo día. Yago siempre ofrecía su salón para el convite a pesar de estar repleto de hijos de nobles que Randel jamás había conocido anteriormente, pero lo trataban como su igual, por lo que entablaron amistad con el paso del tiempo.

En el año que cumplieron dieciséis años, Yago invitó a gente totalmente desconocida para Randel, algunos de ellos hablaban idiomas diferentes y también su aspecto era distinto al que podía ver a diario en el feudo, donde todos eran de cabellos morenos y piel oscura. La mayoría de los nuevos invitados eran altos, rubios y con los ojos azules.

-          ¿Te has fijado en aquella pareja del fondo? – le preguntó Randel a su amigo mientras comían en el gran salón.
-          ¿Las dos chicas? – le siguió Yago, a lo que Randel respondió con una carcajada: - Creo que el padre de una de ellas quiere prometerla conmigo.
-          ¿Con cuál? – preguntó Randel de repente.
-          ¿Qué pasa?, ¿Quieres elegir? – le dijo su amigo, y después bebió un sorbo de su copa.
-          Si me lo pones así… - contestó Randel: - Prefiero a la de la derecha. Sus ojos azules me han llegado al alma.
-          ¡Qué poético! – exclamó Yago: - Así seguro que la conquistas.
-          ¿Te apuestas algo? – le incitó Randel.
-      Mira, no quiero ser grosero… - comenzó a discutir Yago: - Pero no eres muy atractivo que digamos.
-          ¿Y tú sí?, ¡Pero si apenas tienes unos pelillos en la barba!, mientras que yo soy todo un hombre. Tú aún eres un crío. – espetó Randel a la defensiva. Ambos chicos siempre sacaban lo peor del otro para luego reírse de ellos mismos.
-    Por lo menos yo no me pongo pelo de cabra en la cara, que parece que te la has puesto a puñados. – dijo Yago mientras seguía bebiendo vino. La carcajada que soltó Randel hizo que Yago se atragantara y empezó a toser fuertemente.

Randel le dio unas cuantas palmadas en los hombros más fuertes de lo que debiera hacerlo, por lo que ambos se rieron juntos de nuevo. Estaban seguros de que no habría nada ni nadie que hiciera separarlos, su amistad seguiría siendo irrompible hasta el fin de los tiempos.

-          Es mi turno. – anunció Randel. Se levantó y se dirigió al centro del salón, donde las mesas se disponían formando una “U” de grandes proporciones.

Conforme se iba acercando al centro, chicos y chicas iban quedando en silencio, observando al flamante joven de aspecto bohemio. Un grupito de chicas agasajaba su aspecto entre risitas.

-      ¡Escuchad!, ¡estad atentos a la historia del valeroso doncel Don Yago de Artal, caballero de la corte real! – dio unas palmaditas y un criado le trajo su laúd y un taburete. Se sentó y comenzó a tocar las cuerdas de su instrumento a la vez que contaba la épica historia. Por lo que consiguió captar la atención de todos los allí presentes: - Bien es sabido que el caballero español es de bravura conocido. Sangre caliente y acero fortalecido; a lomos de un corcel andaluz de oscuro pelaje, Don Yago de Artal se aventuró en el ataque.

Randel tocó una melodía que bien podría acompañar al trote del caballo. Y continuó:

-   Cincuenta moriscos se le acercaban por la retaguardia, más no vaciló dos veces antes de desenvainar su fuerte espada y volver sobre sus pasos para derrotar a sus adversarios en la apodada “Tierra Santa”.

Los jóvenes, asombrados por la alta capacidad y talento de Randel a la hora de tocar y cantar, aplaudían cada vez que éste hacía una pausa para descansar la voz. El chico de familia pobre miraba a su amigo rico de reojo de cuando en cuando, para observar su reacción ante tal expectante historia. Yago sonreía todo el tiempo, de esa forma conquistaría a la chica que le había asignado su padre como futura esposa, por lo que también observaba las reacciones de la muchacha.

-     Acabó uno por uno, cortando, clavando, segmentando y desangrando a aquellos pobres moriscos que luchaban contra el infiel Don Yago. Honor y gloria se infundió en aquel momento sobre nuestro ilustre anfitrión. – Randel hizo una pausa y señaló a su amigo, quien lo miraba atentamente mientras alzaba su copa.
-   Brindo por ello, mi buen amigo. – dijo Yago. Bebió sin apartar los ojos de su amigo para luego dirigirse con ellos a la bella extranjera. Ésta le dedicó una sonrisa y también alzó su copa, acción que imitó el resto de los presentes.
-     Por Don Yago de Artal. Señor feudal de ésta nuestra ciudad y protector de sus aldeanos. – gritó Randel.
-  ¡Salud, larga vida y bendiciones! – contestó la multitud al unísono. Se levantaron y caminaron desperdigados por el salón, intercambiando conversaciones con otros invitados.

Había terminado el banquete, a lo que le seguiría el baile. Los chicos, como caballeros, invitaron a las jóvenes que más cercanas estaban de sus posiciones, pero Randel advirtió que Yago había desaparecido entre el gentío. Intentó buscar a la chica de cabellos dorados que le había llamado la atención pero no la encontró, por lo que siguió buscando a su compañera con la mirada. Sus ojos se cruzaron y Randel, con paso firme fue hacia ella. Era la chica más bella que había visto nunca. Sus cabellos dorados ondulaban sobre sus hombros, peinados cuidadosamente entre pequeñas piedrecitas brillantes y cordeles. Vestía de azul y blanco, tonos muy cálidos que le hacían estar en armonía con el tono pálido de su piel. Sus ojos también eran del mismo azul que el vestido, penetrantes y que inspiraban serenidad.

-          Buenas tardes tenga vuestra merced. – le dijo Randel tomando su mano y besándola.
-          Buenas tardes, noble trovador… - le contestó la chica con un acento extraño para él.
-          No soy más que un humilde juglar amigo del señor feudal. – se apresuró a aclarar Randel. Sabía perfectamente que estaba metiendo la pata al decir eso, pues la chica parecía provenir de un noble linaje.
-      No seáis modesto, pues habéis enamorado a todas nosotras con vuestro talento. Yo también toco el laúd, mi padre fue un gran trovador en mi tierra.
-        ¿Se me permite conocer vuestra procedencia? – le preguntó Randel mientras ofrecía su brazo a la chica, la cual entrelazó con el suyo y juntos se encaminaron hacia el patio, huyendo del bullicio.
-          Vengo de Flandes, mi caballero. Y mi nombre es Alodia.
-          Mucho gusto en conocerla, dulce doncella. El mío es Randel, para serviros a vos y a Dios.

Llegaron al patio principal del castillo. Decorado con frondosos arbustos y árboles altos, junto con un pequeño estanque donde nadaban unas hermosas criaturas de diversos colores traídos del lejano continente asiático para el heredero. Se podía oír el canto de una pareja de tórtolas. Ruiseñores y golondrinas acompañaban la melodía.

Randel ofreció asiento a la joven en un banco de piedra cercano a una fuente que conducía al estanque, y él se sentó junto a ella.

-          ¿Sabéis? Soy de una familia campesina, conocí a Yago cuando éramos pequeños y siempre ha sido muy amable conmigo. Su padre es un señor feudal ejemplar, cuidando de sus ciudadanos y del clero a la par. Es muy extraño encontrar a un rico decente por estos lugares. – le decía mientras mantenía la mirada perdida en un árbol enano, traído de Asia junto con los peces del estanque.
-         Pero se os ve muy culto, de aspecto cuidado y de palabras claras. – prosiguió Alodia: - No creo que sea momento de comparar nuestras riquezas. Yo vengo de padre trovador y de madre doncella de la reina, por lo que me hallo en situación de vasalla. Simplemente acompaño a Oria, la heredera de Flandes.
-      ¿De verdad? , pues juraría que vos erais la noble. – dijo Randel observando los manos de Alodia. Eran tan pálidas y cuidadas que daba miedo tocarlas por si se marchitaban. Su acento extranjero atraía sus oídos como la melodía que cantaban aquellos ruiseñores: - ¿Os gustan las historias de caballeros que luchan contra dragones?
-      Prefiero a los caballeros que rescatan a su amada. – le insinuó Alodia jugueteando con un mechón de la barba de Randel. En una fracción de segundo, la joven besó en los labios al chico y éste le correspondió.

El sol se ponía en el horizonte, pero aquella pareja no se separaba de su beso eterno. Los pájaros dejaron de cantar y comenzaron a hacerlo los grillos. Cientos de luciérnagas revoloteaban entre las plantas y la oscuridad se apoderó del mágico momento.

A la mañana siguiente, Yago caminaba enérgico por el pasillo camino de los aposentos de su amigo Randel, puesto que hacía más de un mes que convivían juntos. Abrió la puerta de la habitación con fuerza y aún a oscuras se apresuró a abrir las cortinas. La luz cegadora del sol hizo que Randel se quejara, pero Yago seguía de pie, observándolo.

-          ¿Qué estás haciendo, mi buen amigo? – preguntó Randel entre bostezos.
-        ¿Cómo osas llamarme tan siquiera “amigo”? Después de ofrecerte yo mi hogar… ¡Has tomado todo cuanto has querido de mí, y de todas maneras te sigues riendo en mi propia cara! – exclamó Yago. Avanzó hacia la cama y destapó a Randel de un tirón en la sábana.
-      ¡No sé a qué viene todo esto, de verdad! – gritó Randel mientras se incorporaba. Un fuerte puñetazo de su amigo le impactó en el rostro aún somnoliento.

Ambos se enzarzaron en una pelea sin tregua, donde la sangre salpicaba sus vestiduras. Hicieron falta cuatro guardias reales para separar a los jóvenes, pero todos tomaron a Randel por los brazos, ofreciendo su cuerpo inmóvil a Yago.

-       Ayer fui un momento a hablar con mi señor padre y cuando volví ya no estabas, pregunté si te había visto alguien y, ¿a que no sabes con quien te vieron?
-          Con Alodia, la doncella sierva de la muchacha que la acompañaba.
-         ¡Mentira! Alodia es la heredera de Flandes, ¡inepto! Con ella me prometió mi padre y el suyo, y tú intentaste arrebatármela. – gritaba Yago enfurecido.
-      ¡No es cierto! , ella dijo que… - comenzó a explicar Randel pero se vio callado de nuevo por una patada en el costado.
-         Lleváoslo de aquí, no quiero verlo nunca más. – ordenó Yago.

Los guardias arrastraban al pobre Randel, quien intentaba excusarse entre lamentos y balbuceos.

-          ¡Traidor!

Al pasar por las calles de la aldea, tanto hombres como mujeres escupían allá por donde pasaba Randel. El chico no entendía por qué lo hacían, si simplemente había sido una confusión y todo se podría arreglar disculpándose. Los guardias lo acercaron a la linde del bosque y allí lo soltaron. Ahora lo entendía todo. La avaricia de Yago, tener más posesiones en otro país y a la mujer más bella era su único fin, pero se vio perjudicado al enamorar a la doncella equivocada, puesto que Alodia daba la impresión de querer escabullirse de su vida noble, de castillos, gente desconocida y largas fiestas interminables que no conducían a nada. Aburrida, suponía Randel, de aquella vida, buscaba algo diferente, alguien que le llenara el corazón de ilusión y de historias mágicas para olvidar lo terrenal.

Un guardia le lanzó un saco. Sus pertenencias estaban ahí, lo básico de sus enseres para poder sobrellevar el destierro.

-          Gracias. – les dijo Randel.
-          ¡Palurdo!, desaparece y no vuelvas por aquí. – uno de los guardias le amenazó.
-         De acuerdo… - Randel ya había emprendido su marcha por el bosque, pero un silbido en el aire lo puso en alerta.

Una flecha impactó en su pierna y lo derribó al suelo. Quejándose del ardor que sentía, nadie acudía a su llamada de socorro. Él no había leído nada de heridas de flecha, ni siquiera de cualquier cosa relacionada con la medicina, puesto que nunca pensó que pudiera ser de utilidad, por lo que siguió allí tirado durante todo el día, gritando y pidiendo auxilio.

Pasadas cinco largas horas, Randel decidió arrancarse la flecha que le atravesaba el muslo. Un grito desgarrador invadió el silencio del bosque.

Se levantó y avanzó cojeando a la par que desangrándose. Miró en todas direcciones pero sólo se veían árboles y más árboles, matorrales y rocas tan grandes como él. De pronto, tropezó sobre una raíz saliente y cayó deslizándose cuesta abajo, chocándose con ramas y pequeñas piedras puntiagudas. Al final, paró en una llanura. Abrió los ojos y observó que delante de él había un niño, no más de doce años. De tez y cabellos morenos, con ojos pardos y una sonrisa en la boca.

-          ¿Te has hecho daño? – le preguntó el niño.
-          Demasiado, muchacho. – le contestó Randel. El niño le ayudó a incorporarse. Llevaba puesta una capa con capucha marrón y su túnica anaranjada resaltaba entre la espesura: - ¿Qué haces aquí tú solo?
-    Perdóneme, no me he presentado. Mi nombre es Tristán y provengo de una familia de desterrados por el señor de Artal.
-          Igual que yo entonces… - dijo Randel mirando a su alrededor: ¿Y por qué motivo desterraron a tu familia?
-     Herejía. – se limitó a decir Tristán. Puso el brazo de Randel sobre su hombro y le ayudó a reposar su peso sobre él para poder caminar.
-          ¿Vives con alguien más?
-        Mi abuelo. Por cierto, ¿cómo os llamáis? – Tristán parecía haber sido educado en valores y en modales.
-        Randel, pequeño. Mi amigo me ha desterrado por traición. – le comentó mientras se acercaban a un riachuelo estrecho.
-   Bien Randel, en esta dirección está nuestra cabaña. Serás bienvenido. – Tristán le alentó a continuar.

Se fueron acercando a la cabaña lentamente. De madera podrida y de tejado endeble parecía terrorífica en lugar de acogedora. Ambos pararon en la puerta y Randel miró hacia arriba, la cabaña era mucho más alta que la casa donde siempre había vivido en la aldea. De repente, la puerta se abrió pero no había nadie para recibirlos. Tristán avanzó junto a Randel hacia el interior, atravesaron la puerta y el vestíbulo estaba casi a oscuras, salvando un par de velas que alumbraban el pasillo.

-          Da un poco de miedo… - dijo Randel.
-          Ya lo sé, pero nos han obligado a vivir así o morir congelados cuando es invierno. – contestó el niño cargado de razón: - ¡Abuelo! ¡He encontrado otro y tienes que curarlo! – gritó.
-       Bienvenido. – dijo una voz grave tras ellos. El anciano cerró la puerta de la cabaña. Sus largos cabellos plateados estaban sucios, enredados entre sí y con la barba que le llegaba hasta las rodillas. Su piel también estaba cubierta por una capa de suciedad como si hubiese pasado un milenio sin asearse ni cuidar su aspecto.
-        Mi abuelo Flaín es brujo, Randel. No te preocupes, él te va a curar. – le alentó Tristán mientras lo dirigía hacia una mesa cercana a la ventana.

Le ayudó a tumbarse y le rompió la tela del pantalón desde el tobillo hasta la cintura, quedando la herida de la flecha completamente al descubierto.

-          ¡Qué asco! – exclamó Tristán.
-     No tiene muy buen aspecto, no. – continuó el anciano sosteniendo un candelabro. Lo puso cercano a la herida para poder verla con claridad.
-          ¿Qué necesitas? – le preguntó Randel, atemorizado por escuchar la respuesta.
-          Mi nieto bien lo sabe y me traerá la poción, tranquilízate ahora. – Flaín le puso la mano sobre su rostro y Randel sintió una enorme sensación de sueño, así que se durmió en el acto.

Cuando despertó, estaba tumbado sobre una cama confortable. La habitación era pequeña y humilde pero acogedora, mucho más que la suya propia en la aldea. Se incorporó y la pierna le dio un pequeño tirón, desviando sus ojos hacia el muslo. Llevaba puesta la misma túnica anaranjada que vestía Tristán, así que arremangó la tela y pudo ver cómo en su muslo no había ni una sola cicatriz. Alguien aporreó la puerta y se incorporó de un salto.

-          ¡Adelante!

Otro chico de más edad que Tristán abrió la puerta. Su vestimenta era del mismo color, por lo que Randel pensó que pertenecían a algún clan de brujos, aquelarre o cualquier grupo radical de brujos. También lucía el parecido de todos los lugareños, tez y cabellos morenos, junto con ojos oscuros.

-          Buenos días. Mi nombre es Héctor y tengo que enseñarte algo. – dijo el chico.
-          Soy Randel. – dijo y avanzó hacia su nuevo compañero: - ¿Qué me tienes que enseñar?
-          Acompáñame. – le sugirió.

Así lo hizo. El pasillo estaba repleto de puertas del mismo aspecto que la suya, contado con ésta en total había seis. Escaleras abajo encontraron a otros tres niños junto con Tristán, esperándolos con la misma ropa y sonrientes. El más joven era Tristán, sin duda alguna y el más mayor Héctor, de aspecto fuerte y maduro.

-          Éste es Randel. – anunció Tristán.
-          Me llamo Durán. – dijo uno de los nuevos chicos. Tenía el cabello oscuro corto y con pequeños rizos.
-     Yo soy Lorenzo. – se presentó el más alto de todos. Enclenque y malnutrido parecía haber crecido sólo por haber sido regalo cual planta.
-          Y yo Beni – se apresuró a decir el único chico rubio de todos los allí presentes, algo tímido.
-          Encantado, chicos. – dijo Randel.
-          ¡Venga, vamos! – ordenó Héctor.

Todos salieron de la cabaña sin mediar palabra y ahí estaba Flaín bastón en mano y con los ojos en blanco. Cuando estuvieron a pocos pasos de él, sus ojos volvieron a la normalidad. Sonrió enseñando su podrida dentadura y dijo:

-          La era de los brujos ha comenzado.

-       ¡Desterrados! – gritó Héctor. Un grito de guerra por parte de aquellos chicos se escuchó a modo de respuesta.
-      ¡Olvidados! – gritó Durán alzando una espada al aire, a lo que los demás contestaron de nuevo con un grito.
-        ¡Marginados! – gritó en este caso Lorenzo. De nuevo el grito de respuesta.
-       ¡Traicionados! – Beni elevó el tono de voz sorprendiendo a Randel, que esta vez se unió al grito de respuesta al sentirse aludido.
-       ¡Atemorizados! – gritó el pequeño Tristán. Randel sentía cómo le hervía la sangre a cada instante de ira insana. Hubo una pequeña pausa en la que todos esperaban que Randel dijera algo.
-    Vengados. – Randel no gritó, simplemente se limitó a acabar el discurso con serenidad y grandeza. Rió tan fuerte que sentía su garganta estallar de emoción.


Una carcajada demoníaca despertó a Don Yago de sus sueños. Temblando y entre sudores frías, el futuro señor feudal sentía que el mal se aproximaba a sus tierras. 




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