El sonido de las pisadas
de un par de niños correteando retumbaba entre los árboles del bosque que
rodeaba la aldea. Uno provenía de la descendencia honorable de aquel feudo
mientras que el otro era un simple campesino. Se conocieron un día soleado en
el río, Randel recogía agua en un cántaro y su madre lavaba la ropa; escondido
detrás de unos arbustos estaba Yago observando cómo una chica joven también
lavaba la ropa al lado de la madre de Randel. Tenía más o menos la misma edad
que él, unos doce años, pero se quedó prendado de su belleza. Tan ensimismado
se encontraba que no se dio cuenta de que Randel se acercaba poco a poco y le
asustó. Comenzó a perseguirlo hasta que ambos niños acabaron agotados.
- ¡Basta!,
mira chico, vamos a parar ya que no puedo más. Llevo todo el día huyendo de los
guardias…
-
De
acuerdo, eres un “gallina” y te rindes… - le dijo Randel entre risitas.
-
¡No
soy un “gallina”! Me llamo Yago. – dijo el chico, ofendido.
-
Yo
soy Randel, pero todo el mundo aquí me llama “el juglar de Castilla” – le
explicó.
-
¿Y
eso a qué se debe? – preguntó Yago entusiasmado por conocer más.
-
Me
encanta inventarme historias sobre caballeros en grandes batallas, sobre cómo
rescatan a la princesa, la manera en la que sobreviven luchando contra un
dragón… lo cuento con mucha gracia y a la gente le gusta. Por cierto Yago, ¿de
dónde eres?, es que nunca te había visto por aquí…- le dijo Randel.
- Soy
el heredero del feudo, pero me escapé. – se limitó a decir Yago mirando
alrededor por si algún guardia estaba al acecho.
- ¡Me
caes bien!, ¡vamos a jugar al escondite! – propuso Randel y Yago aceptó.
Pasaron los años y
aquellos niños fueron tomando tal amistad que casi todos los días se veían y
quedaban a comer en la cabaña de Randel o en el propio castillo del linaje de
Yago.
-
Temo
por ti, Randel. – le dijo su madre mientras ofrecía un plato a su hijo en la
cena.
-
¿Por
qué?, no he hecho nada malo hoy… - intentó excusarse el niño.
-
Por
que cuando crezcáis cada uno tomará caminos diferentes y tú seguirás siendo un
campesino que obedecerá sus órdenes… incluso si te conviertes en juglar lo
seguirás haciendo. Temo por si algún día las desobedeces, como hizo tu padre… -
comenzó a trabarse mientras decía estas últimas palabras, y las lágrimas se
derramaron sobre sus mejillas.
-
Papá
simplemente luchó por lo que creía, y murió siendo todo un hombre, no te
entristezcas por ello, mamá. – le puso la mano sobre el hombro de su madre: -
Además, aquí estoy yo para vengarle.
-
Gracias,
cariño. – le dijo y le besó en la frente.
Randel y Yago nacieron el
mismo año, y ambos celebraban su cumpleaños el mismo día. Yago siempre ofrecía
su salón para el convite a pesar de estar repleto de hijos de nobles que Randel
jamás había conocido anteriormente, pero lo trataban como su igual, por lo que
entablaron amistad con el paso del tiempo.
En el año que cumplieron
dieciséis años, Yago invitó a gente totalmente desconocida para Randel, algunos
de ellos hablaban idiomas diferentes y también su aspecto era distinto al que
podía ver a diario en el feudo, donde todos eran de cabellos morenos y piel
oscura. La mayoría de los nuevos invitados eran altos, rubios y con los ojos
azules.
-
¿Te
has fijado en aquella pareja del fondo? – le preguntó Randel a su amigo
mientras comían en el gran salón.
-
¿Las
dos chicas? – le siguió Yago, a lo que Randel respondió con una carcajada: -
Creo que el padre de una de ellas quiere prometerla conmigo.
-
¿Con
cuál? – preguntó Randel de repente.
-
¿Qué
pasa?, ¿Quieres elegir? – le dijo su amigo, y después bebió un sorbo de su copa.
-
Si
me lo pones así… - contestó Randel: - Prefiero a la de la derecha. Sus ojos
azules me han llegado al alma.
-
¡Qué
poético! – exclamó Yago: - Así seguro que la conquistas.
-
¿Te
apuestas algo? – le incitó Randel.
- Mira,
no quiero ser grosero… - comenzó a discutir Yago: - Pero no eres muy atractivo
que digamos.
-
¿Y
tú sí?, ¡Pero si apenas tienes unos pelillos en la barba!, mientras que yo soy
todo un hombre. Tú aún eres un crío. – espetó Randel a la defensiva. Ambos
chicos siempre sacaban lo peor del otro para luego reírse de ellos mismos.
- Por
lo menos yo no me pongo pelo de cabra en la cara, que parece que te la has
puesto a puñados. – dijo Yago mientras seguía bebiendo vino. La carcajada que
soltó Randel hizo que Yago se atragantara y empezó a toser fuertemente.
Randel le dio unas
cuantas palmadas en los hombros más fuertes de lo que debiera hacerlo, por lo
que ambos se rieron juntos de nuevo. Estaban seguros de que no habría nada ni
nadie que hiciera separarlos, su amistad seguiría siendo irrompible hasta el
fin de los tiempos.
-
Es
mi turno. – anunció Randel. Se levantó y se dirigió al centro del salón, donde
las mesas se disponían formando una “U” de grandes proporciones.
Conforme se iba acercando
al centro, chicos y chicas iban quedando en silencio, observando al flamante
joven de aspecto bohemio. Un grupito de chicas agasajaba su aspecto entre
risitas.
- ¡Escuchad!,
¡estad atentos a la historia del valeroso doncel Don Yago de Artal, caballero
de la corte real! – dio unas palmaditas y un criado le trajo su laúd y un
taburete. Se sentó y comenzó a tocar las cuerdas de su instrumento a la vez que
contaba la épica historia. Por lo que consiguió captar la atención de todos los
allí presentes: - Bien es sabido que el caballero español es de bravura
conocido. Sangre caliente y acero fortalecido; a lomos de un corcel andaluz de
oscuro pelaje, Don Yago de Artal se aventuró en el ataque.
Randel tocó una melodía
que bien podría acompañar al trote del caballo. Y continuó:
- Cincuenta
moriscos se le acercaban por la retaguardia, más no vaciló dos veces antes de
desenvainar su fuerte espada y volver sobre sus pasos para derrotar a sus
adversarios en la apodada “Tierra Santa”.
Los jóvenes, asombrados
por la alta capacidad y talento de Randel a la hora de tocar y cantar, aplaudían
cada vez que éste hacía una pausa para descansar la voz. El chico de familia
pobre miraba a su amigo rico de reojo de cuando en cuando, para observar su
reacción ante tal expectante historia. Yago sonreía todo el tiempo, de esa
forma conquistaría a la chica que le había asignado su padre como futura
esposa, por lo que también observaba las reacciones de la muchacha.
- Acabó
uno por uno, cortando, clavando, segmentando y desangrando a aquellos pobres
moriscos que luchaban contra el infiel Don Yago. Honor y gloria se infundió en
aquel momento sobre nuestro ilustre anfitrión. – Randel hizo una pausa y señaló
a su amigo, quien lo miraba atentamente mientras alzaba su copa.
- Brindo
por ello, mi buen amigo. – dijo Yago. Bebió sin apartar los ojos de su amigo
para luego dirigirse con ellos a la bella extranjera. Ésta le dedicó una
sonrisa y también alzó su copa, acción que imitó el resto de los presentes.
- Por
Don Yago de Artal. Señor feudal de ésta nuestra ciudad y protector de sus
aldeanos. – gritó Randel.
- ¡Salud,
larga vida y bendiciones! – contestó la multitud al unísono. Se levantaron y
caminaron desperdigados por el salón, intercambiando conversaciones con otros
invitados.
Había terminado el
banquete, a lo que le seguiría el baile. Los chicos, como caballeros, invitaron
a las jóvenes que más cercanas estaban de sus posiciones, pero Randel advirtió
que Yago había desaparecido entre el gentío. Intentó buscar a la chica de
cabellos dorados que le había llamado la atención pero no la encontró, por lo
que siguió buscando a su compañera con la mirada. Sus ojos se cruzaron y
Randel, con paso firme fue hacia ella. Era la chica más bella que había visto
nunca. Sus cabellos dorados ondulaban sobre sus hombros, peinados
cuidadosamente entre pequeñas piedrecitas brillantes y cordeles. Vestía de azul
y blanco, tonos muy cálidos que le hacían estar en armonía con el tono pálido
de su piel. Sus ojos también eran del mismo azul que el vestido, penetrantes y
que inspiraban serenidad.
-
Buenas
tardes tenga vuestra merced. – le dijo Randel tomando su mano y besándola.
-
Buenas
tardes, noble trovador… - le contestó la chica con un acento extraño para él.
-
No
soy más que un humilde juglar amigo del señor feudal. – se apresuró a aclarar
Randel. Sabía perfectamente que estaba metiendo la pata al decir eso, pues la
chica parecía provenir de un noble linaje.
- No
seáis modesto, pues habéis enamorado a todas nosotras con vuestro talento. Yo
también toco el laúd, mi padre fue un gran trovador en mi tierra.
- ¿Se
me permite conocer vuestra procedencia? – le preguntó Randel mientras ofrecía
su brazo a la chica, la cual entrelazó con el suyo y juntos se encaminaron
hacia el patio, huyendo del bullicio.
-
Vengo
de Flandes, mi caballero. Y mi nombre es Alodia.
-
Mucho
gusto en conocerla, dulce doncella. El mío es Randel, para serviros a vos y a
Dios.
Llegaron al patio
principal del castillo. Decorado con frondosos arbustos y árboles altos, junto
con un pequeño estanque donde nadaban unas hermosas criaturas de diversos
colores traídos del lejano continente asiático para el heredero. Se podía oír
el canto de una pareja de tórtolas. Ruiseñores y golondrinas acompañaban la
melodía.
Randel ofreció asiento a
la joven en un banco de piedra cercano a una fuente que conducía al estanque, y
él se sentó junto a ella.
-
¿Sabéis?
Soy de una familia campesina, conocí a Yago cuando éramos pequeños y siempre ha
sido muy amable conmigo. Su padre es un señor feudal ejemplar, cuidando de sus
ciudadanos y del clero a la par. Es muy extraño encontrar a un rico decente por
estos lugares. – le decía mientras mantenía la mirada perdida en un árbol
enano, traído de Asia junto con los peces del estanque.
- Pero
se os ve muy culto, de aspecto cuidado y de palabras claras. – prosiguió
Alodia: - No creo que sea momento de comparar nuestras riquezas. Yo vengo de
padre trovador y de madre doncella de la reina, por lo que me hallo en
situación de vasalla. Simplemente acompaño a Oria, la heredera de Flandes.
- ¿De
verdad? , pues juraría que vos erais la noble. – dijo Randel observando los manos
de Alodia. Eran tan pálidas y cuidadas que daba miedo tocarlas por si se
marchitaban. Su acento extranjero atraía sus oídos como la melodía que cantaban
aquellos ruiseñores: - ¿Os gustan las historias de caballeros que luchan contra
dragones?
- Prefiero
a los caballeros que rescatan a su amada. – le insinuó Alodia jugueteando con
un mechón de la barba de Randel. En una fracción de segundo, la joven besó en
los labios al chico y éste le correspondió.
El sol se ponía en el
horizonte, pero aquella pareja no se separaba de su beso eterno. Los pájaros
dejaron de cantar y comenzaron a hacerlo los grillos. Cientos de luciérnagas
revoloteaban entre las plantas y la oscuridad se apoderó del mágico momento.
A la mañana siguiente,
Yago caminaba enérgico por el pasillo camino de los aposentos de su amigo
Randel, puesto que hacía más de un mes que convivían juntos. Abrió la puerta de
la habitación con fuerza y aún a oscuras se apresuró a abrir las cortinas. La
luz cegadora del sol hizo que Randel se quejara, pero Yago seguía de pie,
observándolo.
-
¿Qué
estás haciendo, mi buen amigo? – preguntó Randel entre bostezos.
- ¿Cómo
osas llamarme tan siquiera “amigo”? Después de ofrecerte yo mi hogar… ¡Has
tomado todo cuanto has querido de mí, y de todas maneras te sigues riendo en mi
propia cara! – exclamó Yago. Avanzó hacia la cama y destapó a Randel de un
tirón en la sábana.
- ¡No
sé a qué viene todo esto, de verdad! – gritó Randel mientras se incorporaba. Un
fuerte puñetazo de su amigo le impactó en el rostro aún somnoliento.
Ambos se enzarzaron en
una pelea sin tregua, donde la sangre salpicaba sus vestiduras. Hicieron falta
cuatro guardias reales para separar a los jóvenes, pero todos tomaron a Randel
por los brazos, ofreciendo su cuerpo inmóvil a Yago.
- Ayer
fui un momento a hablar con mi señor padre y cuando volví ya no estabas,
pregunté si te había visto alguien y, ¿a que no sabes con quien te vieron?
-
Con
Alodia, la doncella sierva de la muchacha que la acompañaba.
- ¡Mentira!
Alodia es la heredera de Flandes, ¡inepto! Con ella me prometió mi padre y el
suyo, y tú intentaste arrebatármela. – gritaba Yago enfurecido.
- ¡No
es cierto! , ella dijo que… - comenzó a explicar Randel pero se vio callado de
nuevo por una patada en el costado.
- Lleváoslo
de aquí, no quiero verlo nunca más. – ordenó Yago.
Los guardias arrastraban
al pobre Randel, quien intentaba excusarse entre lamentos y balbuceos.
-
¡Traidor!
Al pasar por las calles
de la aldea, tanto hombres como mujeres escupían allá por donde pasaba Randel.
El chico no entendía por qué lo hacían, si simplemente había sido una confusión
y todo se podría arreglar disculpándose. Los guardias lo acercaron a la linde
del bosque y allí lo soltaron. Ahora lo entendía todo. La avaricia de Yago,
tener más posesiones en otro país y a la mujer más bella era su único fin, pero
se vio perjudicado al enamorar a la doncella equivocada, puesto que Alodia daba
la impresión de querer escabullirse de su vida noble, de castillos, gente
desconocida y largas fiestas interminables que no conducían a nada. Aburrida,
suponía Randel, de aquella vida, buscaba algo diferente, alguien que le llenara
el corazón de ilusión y de historias mágicas para olvidar lo terrenal.
Un guardia le lanzó un
saco. Sus pertenencias estaban ahí, lo básico de sus enseres para poder sobrellevar
el destierro.
-
Gracias.
– les dijo Randel.
-
¡Palurdo!,
desaparece y no vuelvas por aquí. – uno de los guardias le amenazó.
- De
acuerdo… - Randel ya había emprendido su marcha por el bosque, pero un silbido
en el aire lo puso en alerta.
Una flecha impactó en su
pierna y lo derribó al suelo. Quejándose del ardor que sentía, nadie acudía a
su llamada de socorro. Él no había leído nada de heridas de flecha, ni siquiera
de cualquier cosa relacionada con la medicina, puesto que nunca pensó que
pudiera ser de utilidad, por lo que siguió allí tirado durante todo el día,
gritando y pidiendo auxilio.
Pasadas cinco largas
horas, Randel decidió arrancarse la flecha que le atravesaba el muslo. Un grito
desgarrador invadió el silencio del bosque.
Se levantó y avanzó
cojeando a la par que desangrándose. Miró en todas direcciones pero sólo se
veían árboles y más árboles, matorrales y rocas tan grandes como él. De pronto,
tropezó sobre una raíz saliente y cayó deslizándose cuesta abajo, chocándose
con ramas y pequeñas piedras puntiagudas. Al final, paró en una llanura. Abrió
los ojos y observó que delante de él había un niño, no más de doce años. De tez
y cabellos morenos, con ojos pardos y una sonrisa en la boca.
-
¿Te
has hecho daño? – le preguntó el niño.
-
Demasiado,
muchacho. – le contestó Randel. El niño le ayudó a incorporarse. Llevaba puesta
una capa con capucha marrón y su túnica anaranjada resaltaba entre la espesura:
- ¿Qué haces aquí tú solo?
- Perdóneme,
no me he presentado. Mi nombre es Tristán y provengo de una familia de
desterrados por el señor de Artal.
-
Igual
que yo entonces… - dijo Randel mirando a su alrededor: ¿Y por qué motivo
desterraron a tu familia?
- Herejía.
– se limitó a decir Tristán. Puso el brazo de Randel sobre su hombro y le ayudó
a reposar su peso sobre él para poder caminar.
-
¿Vives
con alguien más?
- Mi
abuelo. Por cierto, ¿cómo os llamáis? – Tristán parecía haber sido educado en
valores y en modales.
- Randel,
pequeño. Mi amigo me ha desterrado por traición. – le comentó mientras se
acercaban a un riachuelo estrecho.
- Bien
Randel, en esta dirección está nuestra cabaña. Serás bienvenido. – Tristán le
alentó a continuar.
Se fueron acercando a la
cabaña lentamente. De madera podrida y de tejado endeble parecía terrorífica en
lugar de acogedora. Ambos pararon en la puerta y Randel miró hacia arriba, la
cabaña era mucho más alta que la casa donde siempre había vivido en la aldea.
De repente, la puerta se abrió pero no había nadie para recibirlos. Tristán
avanzó junto a Randel hacia el interior, atravesaron la puerta y el vestíbulo
estaba casi a oscuras, salvando un par de velas que alumbraban el pasillo.
-
Da
un poco de miedo… - dijo Randel.
-
Ya
lo sé, pero nos han obligado a vivir así o morir congelados cuando es invierno.
– contestó el niño cargado de razón: - ¡Abuelo! ¡He encontrado otro y tienes
que curarlo! – gritó.
- Bienvenido.
– dijo una voz grave tras ellos. El anciano cerró la puerta de la cabaña. Sus
largos cabellos plateados estaban sucios, enredados entre sí y con la barba que
le llegaba hasta las rodillas. Su piel también estaba cubierta por una capa de
suciedad como si hubiese pasado un milenio sin asearse ni cuidar su aspecto.
- Mi
abuelo Flaín es brujo, Randel. No te preocupes, él te va a curar. – le alentó
Tristán mientras lo dirigía hacia una mesa cercana a la ventana.
Le ayudó a tumbarse y le
rompió la tela del pantalón desde el tobillo hasta la cintura, quedando la
herida de la flecha completamente al descubierto.
-
¡Qué
asco! – exclamó Tristán.
- No
tiene muy buen aspecto, no. – continuó el anciano sosteniendo un candelabro. Lo
puso cercano a la herida para poder verla con claridad.
-
¿Qué
necesitas? – le preguntó Randel, atemorizado por escuchar la respuesta.
-
Mi
nieto bien lo sabe y me traerá la poción, tranquilízate ahora. – Flaín le puso
la mano sobre su rostro y Randel sintió una enorme sensación de sueño, así que
se durmió en el acto.
Cuando despertó, estaba
tumbado sobre una cama confortable. La habitación era pequeña y humilde pero
acogedora, mucho más que la suya propia en la aldea. Se incorporó y la pierna
le dio un pequeño tirón, desviando sus ojos hacia el muslo. Llevaba puesta la
misma túnica anaranjada que vestía Tristán, así que arremangó la tela y pudo
ver cómo en su muslo no había ni una sola cicatriz. Alguien aporreó la puerta y
se incorporó de un salto.
-
¡Adelante!
Otro chico de más edad
que Tristán abrió la puerta. Su vestimenta era del mismo color, por lo que
Randel pensó que pertenecían a algún clan de brujos, aquelarre o cualquier
grupo radical de brujos. También lucía el parecido de todos los lugareños, tez
y cabellos morenos, junto con ojos oscuros.
-
Buenos
días. Mi nombre es Héctor y tengo que enseñarte algo. – dijo el chico.
-
Soy
Randel. – dijo y avanzó hacia su nuevo compañero: - ¿Qué me tienes que enseñar?
-
Acompáñame.
– le sugirió.
Así lo hizo. El pasillo
estaba repleto de puertas del mismo aspecto que la suya, contado con ésta en
total había seis. Escaleras abajo encontraron a otros tres niños junto con
Tristán, esperándolos con la misma ropa y sonrientes. El más joven era Tristán,
sin duda alguna y el más mayor Héctor, de aspecto fuerte y maduro.
-
Éste
es Randel. – anunció Tristán.
-
Me
llamo Durán. – dijo uno de los nuevos chicos. Tenía el cabello oscuro corto y
con pequeños rizos.
- Yo
soy Lorenzo. – se presentó el más alto de todos. Enclenque y malnutrido parecía
haber crecido sólo por haber sido regalo cual planta.
-
Y
yo Beni – se apresuró a decir el único chico rubio de todos los allí presentes,
algo tímido.
-
Encantado,
chicos. – dijo Randel.
-
¡Venga,
vamos! – ordenó Héctor.
Todos salieron de la
cabaña sin mediar palabra y ahí estaba Flaín bastón en mano y con los ojos en
blanco. Cuando estuvieron a pocos pasos de él, sus ojos volvieron a la
normalidad. Sonrió enseñando su podrida dentadura y dijo:
-
La
era de los brujos ha comenzado.
- ¡Desterrados!
– gritó Héctor. Un grito de guerra por parte de aquellos chicos se escuchó a
modo de respuesta.
- ¡Olvidados!
– gritó Durán alzando una espada al aire, a lo que los demás contestaron de
nuevo con un grito.
- ¡Marginados!
– gritó en este caso Lorenzo. De nuevo el grito de respuesta.
- ¡Traicionados!
– Beni elevó el tono de voz sorprendiendo a Randel, que esta vez se unió al
grito de respuesta al sentirse aludido.
- ¡Atemorizados!
– gritó el pequeño Tristán. Randel sentía cómo le hervía la sangre a cada
instante de ira insana. Hubo una pequeña pausa en la que todos esperaban que
Randel dijera algo.
- Vengados.
– Randel no gritó, simplemente se limitó a acabar el discurso con serenidad y
grandeza. Rió tan fuerte que sentía su garganta estallar de emoción.
Una carcajada demoníaca
despertó a Don Yago de sus sueños. Temblando y entre sudores frías, el futuro señor
feudal sentía que el mal se aproximaba a sus tierras.
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