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domingo, 16 de noviembre de 2014

El dragón de la cueva


               
         En un tiempo remoto, los dragones surcaban el cielo. Cazaban y se reunían en pequeños nidos bajo las cuevas de las montañas. Convivían en grupos de seis a diez dragones, la mayoría hembras. Los dragones macho eran muy territoriales, y pocos toleraban a otro en su manada.  Las cuevas les servían de protección contra los humanos, quienes, avariciosos, perseguían sus tesoros.








Bien es sabido que los dragones almacenan oro y joyas en sus cuevas, cual pájaro reúne ramitas para construir su nido. Los dragones, y en especial las hembras, eran animales muy inteligentes que robaban y saqueaban los más preciados tesoros de los humanos.


En el reino, había una princesa caprichosa y maleducada que estaba todo el día de rabietas.

-          ¡Por mi cumpleaños, quiero un dragoncito! – le dijo a su padre el Rey.

El Rey, para no escuchar más a su hija, ordenó a más de cien jinetes que buscaran y capturaran a un dragón del Bosque. 





-          ¡Era justo el dragón que imaginé! – dijo la princesa en el día de su cumpleaños, cuando le regalaron el pequeño dragón.

Lo cogió en sus brazos y lo llevó a su habitación. ¡Qué dragón más afortunado! pensaréis…

¡Pues no!

La princesa obligaba al pequeño dragón a ponerse vestidos de sus muñecas, pero en especial, un tutú rosa, para que bailara ballet y así entretenerse. 





Una noche, el pequeño dragón decidió escaparse. Subió por la muralla del castillo y quiso volar, pero al ser tan pequeño, sus alas no le dejaron. Así que cayó al suelo y los guardias lo volvieron a entregar a su dueña. 





-          ¡Mirad, está sucio y además, se ha roto un ala!, ¡ya no me gusta! – los guardias lo encerraron en la cueva más oscura de la montaña en la que se erigía el castillo. 

 Nadie iba a verlo excepto Sam, el joven mozo de cuadras, que le llevaba comida, le curó el ala rota y estuvo con él toda la noche.

-          ¡Gracias! – le dijo el dragón a Sam - ¡Cuando sea grande, no me olvidaré de ti!  






Un día, Sam le pidió a la princesa que dejara libre al dragón, pero la princesa volvió a sus rabietas.

-          ¡De ninguna manera! – dijo - . ¡Ese dragón me pertenece y quiero que se quede allí encerrado!

Y también ordenó que encerraran a Sam en la misma cueva. Después, la princesa se volvió a olvidar del pequeño dragón y de Sam.

Cuando cumplieron 8 años de su encierro, el pequeño dragón se convirtió en una majestuosa criatura, con unas alas muy largas, patas robustas y con garras afiladas. Después de mucho esfuerzo y ganas de escapar de allí, el dragón consiguió romper sus cadenas. Una gran  llamarada salió de su boca, derritiendo las paredes de la cueva. 






   Sin pensarlo ni un instante, el dragón liberó a Sam usando su fuego, y juntos volaron lejos del castillo.



     Por fin eran libres. 






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