Conociendo
el bosque como la palma de su mano, Raven se aventuró una vez más para cazar.
Para la sociedad en la que se veía sumergida y sabiendo que aun así comenzaba
la nueva etapa de la Edad Moderna, ella tenía que disimular y aparentar ser una
chica normal, pero en realidad, era mucho más que eso.
Con
catorce años una chica iría a la casamentera para encontrar pareja, pero ella
no entendía por qué una mujer tenía que someterse a eso. Siempre pensando en hacer
feliz a su madre, para que luego se casen y tengan que hacerle feliz a su
marido y a su familia, ya que una vez consumado el matrimonio, se debían en
cuerpo y alma a la familia del novio, y la suya propia quedaba en el olvido.
Ser una mujer era un suplicio, siempre pensando en estar bella, con ropajes
llamativos y grandes maquillajes para llamar la atención de los muchachos.
Raven
no era así: casi siempre lucía unos pantalones largos y estrechos de color
negro, una camisa morada, un corsé negro con detalles violetas, y una caperuza
negra que se mimetizaba con su larga cabellera oscura ondulada. Por su forma de
vestir la llamaban “la bruja”, y bien sabía ella que era cierto.
Sin
apenas maquillarse, era la chica más guapa de todo el pueblo pero al no seguir
los patrones establecidos ningún chico se fijaba en ella, pero eso a ella no le
importaba demasiado. Siempre llevaba consigo una ninfa agarrada al hombro que
respondía al nombre de Diana, el ave era muy obediente y siempre le ayudaba a
cazar.
Aquel
día, Raven iba armada con un arco, su carcaj a la espalda y dos machetes en sus
fundas colgados de un cinto en sus caderas. Gracias a que llevaba puestas unas
botas altas, el agua y el frío no conseguían traspasar sus pies, pero cada vez
pesaban más y más al quedarse una capa de barro de bastante grosor en la suela.
De repente, crujió una rama delante de ella a unos veinte metros, Diana cantó
la melodía que le había enseñado para advertir de la presencia de una presa, y
acto seguido, se posó sobre una rama del árbol más cercano. Raven apuntó con su
arco y flecha hacia el punto en el que sabía que daría en el blanco, esperó un
par de segundos y disparó. Lo hizo con tal precisión que cuando se acercó, el
corzo tenía la flecha clavada en el cuello de modo que no podía respirar.
Pasaron
los días y todas las chicas del pueblo estaban emparejadas, salvo Raven, que
siempre evitaba aquellas conversaciones en casa. El único chico que
verdaderamente merecería la pena compartir su vida, era su amigo de la
infancia, Andras, pero cuando crecieron se mudó a otro pueblo así que Raven se
había olvidado de aquellos sentimientos que empezaban a surgir en lo más
profundo de su corazón.
Su madre se encontraba casi todo el tiempo
preocupándose por el qué dirán, limpiando la casa, maquillándose y llevando
ropajes más llamativos y extravagantes que encontraba en el bazar, siendo casi
siempre de colores vivos:
-
¡Qué vergüenza de hija!, siempre vas de
negro, tan siniestra que a veces pareces demoníaca…- le decía su madre
constantemente.
-
¿Y qué si no quiero hacer lo de todas
las chicas, madre?, es muy duro estar bajo el yugo del hombre, siempre a su
servicio, siempre debemos estar a su disposición y siempre tenemos que estar
guapas…pues ¡yo no! – le respondía Raven cada vez que discutían, y era muy a
menudo.
-
No vales para ser mujer, ¡no sabes hacer
nada! – le espetó su madre.
Nada
más escuchar esto, Raven miró fijamente a los ojos a su madre. Pensó en su
cuerpo, en causarle algún daño... La luz que entraba por la ventana del salón
se fue apagando poco a poco, una nube fue rodeando a ambas y entrelazándolas;
Raven pudo ver cómo su madre se retorcía de dolor y se tocaba su pecho, como si
estuviera padeciendo un dolor terrible en su corazón; también pudo ver cómo su
madre la miraba con un terror indescriptible, entonces todo paró:
-
No vuelvas a decirme que no sé hacer
nada, ¿de acuerdo? – le amenazó Raven.
Pasaron
los días y su madre todavía la miraba con recelo, cocinando la carne que había
cazado y esperando con deseo a su marido, quien no era el verdadero padre de
Raven. Ella lo odiaba por convertir a su madre en un ser repugnante, obediente
y faltón, siempre defendiendo que el deber de la mujer era para con la casa,
sus hijos y aprender a coser. No había cosa más indigna que ser mujer y pensar
de esa forma:
-
Tengo que hacer algo… - se decía Raven
cada vez que veía a su padrastro reírse de las mujeres. : - Diana, ¿tú que
crees que puedo hacer? – le preguntó a su ninfa mientras la acariciaba las
plumas.
Pasada
una semana, su padrastro cayó enfermo. Padecía unas fiebres horribles y
delirios que hacían enloquecerlo minuto a minuto. Raven sentía una gran
satisfacción por el resultado del mal de ojo que le había lanzado días atrás.
Sólo le hacía falta un par de vasos, uno de agua y otro de sangre de liebre,
entonces derramaba un poco de sangre en el agua y conjuraba la maldición; después
de todo, ella sí se sentía una bruja, y eso le funcionaba a la hora de formular
hechizos y maldiciones, y por supuesto, su madre lo sabía:
-
¡Bruja!, ¡has sido tú! – le gritaba
mientras lloraba desconsoladamente. :- ¡Ahora vete de mi casa!
-
Pero madre, ¿a dónde voy a ir? – le
preguntó Raven asustada.
-
¡Lárgate de mi vista, insolente! Qué
desgraciada me has hecho… - su madre rabiaba de dolor acariciando el rostro
sudoroso de su marido.
Raven
fue a su habitación, guardó las cosas importantes en un saco y se lo colgó a la
espalda, lo mismo hizo con el carcaj de flechas y arco. Diana se posó sobre su hombro y le agarró un
mechón de pelo con su pico:
-
Diana, nos tenemos que ir, esto es
insoportable…- decía Raven mientras las lágrimas corrían por toda su cara.
Cuando
salió de casa, todo el pueblo parecía estar allí. Le hicieron un pasillo para
que caminara mientras las mujeres le tiraban frutas podridas y los hombres se
dedicaban a escupir o le gritaban insultos que jamás querría recordar. Agobiada
por el pánico, Raven aceleró el paso hasta correr y llegar al límite del
bosque. Allí, dio su último vistazo al pueblo, el cual la miraba con rencor y
no quería que volviese nunca, así que se puso la capucha y avanzó por entre los
matorrales, adentrándose en la oscuridad de la noche.
Todo
estaba tan oscuro que no se veía nada. La luna había decidido no aparecer, así
que la chica se tuvo que guiar por sus instintos. Tras horas de caminar con
cautela, llegó a la rivera del riachuelo que tantas veces le había dado de
beber; al acordarse, sintió mucha sed y sacó un pequeño cántaro del saco.
Estaba llenándolo de agua cuando se fijó en la otra orilla del río.
Allí,
de pie y desafiante, se encontraba una figura oscura más alta que ningún humano.
No se le veía la cara, lo que aumentó todavía más la pulsación de su corazón,
subiendo su adrenalina y entrando en ataque de pánico:
-
¿Quién eres? – preguntó Raven a aquella
figura oscura.
No
hubo respuesta.
-
¿Quién eres, y qué quieres de mí? –
preguntó de nuevo tensando una flecha en su arco.
-
No lo hagas. – le dijo una voz masculina
detrás de ella. Era su amigo de la infancia, que la había seguido hasta allí.
-
¡Andras!, ¿qué haces aquí? – se sorprendió
Raven, bajando la guardia.
-
Hace tanto tiempo que no nos vemos, que
ya estaba preguntándome si no querías saber nada más de mí. Así que vine hace
un par de días, y anoche también vi a este ser… – se sinceró el chico. : - Esta
figura que ves ahí, es el portal. – le explicó a Raven. : - El portal a nuevos
mundos.
Ambos
miraron a aquella figura, ahora sabiendo que era el portal a nuevas
dimensiones. Raven sintió curiosidad y guardó sus armas, se adentró en el río
para poder cruzarlo y poco a poco iba avanzando, sabiendo que Andras la seguía
ahora estaba más tranquila. Cuando llegaron a la otra orilla, Raven se dio
cuenta de que la figura era mucho más grande de lo esperado, con una gran capa
con capucha.
-
¿Qué debemos hacer, Andras? , parece que
tú sabes mucho más de esto que yo. – le dijo Raven al chico.
-
Dame la mano. – le ofreció Andras, y así
lo hizo.
Primero
sintió cómo la figura los absorbía y luego el vacío se apoderó de ambos,
quedando en el aire sin soltarse de la mano. Ambos se miraron y fueron empujados
por fuerzas ajenas a ellos hacia abajo. Poco a poco iban cogiendo una velocidad
vertiginosa. Raven notaba cómo caía y caía, sintiendo el impacto de algunas
gotas en su rostro, el viento frío y al fondo, una luz. Se trataba de una luz
verdosa, rodeada de múltiples luces de menor tamaño amarillentas. Se
acercaban…, ya llegaban…, hasta que sintió una descarga eléctrica en todo su
cuerpo.
Se
despertó de un salto, hiperventilando y con sudores fríos.
Diana
estaba posada sobre su pierna, acercándose a su cara poco a poco, como si
quisiera tranquilizarla después de una pesadilla. Raven se percató de que
estaba tumbada entre una cama improvisada de hojas y ramilletes en medio del
bosque.
-
¡Andras! – gritó con todas sus fuerzas.
-
Estoy aquí. – dijo el chico detrás de un
árbol.
De
apariencia era el mismo, salvo por su piel, blanca como la nieve y a través de
ella se podían ver sus venas. Sus ojos, negros en su totalidad miraban
penetrantes a Raven. Se aproximaba y
ella actuó a la defensiva desenvainando sus machetes y amenazando con ellos a
su amigo:
-
Nada de eso te sirve aquí, Raven. – dijo
Andras mientras abría sus manos pacíficamente. : - Estás en otro mundo,
recuérdalo.
-
¿Pero en qué mundo? – preguntó Raven sin
dejar de apuntar.
-
En un mundo paralelo al tuyo. – comenzó
a explicarle. : - Verás, existen varias dimensiones en el universo, tú vives en
una, mientras que en las demás están viviendo otras épocas o simplemente son
otros seres los que habitan en esos mundos.
-
¿Qué ser eres tú? – le preguntó Raven
con ímpetu.
-
Soy tu ángel de la guarda. ¿No te
acuerdas?, sólo tú me veías cuando eras pequeña. Los niños pequeños son más
sensibles a estos fenómenos, sobre todo los que han estado rozando la muerte en
algún momento.
Raven
recordaba ahora con mucha más claridad cómo había pasado todo.
De
pequeña sólo jugaba con Andras, y los demás niños la marginaban porque decían
que hablaba sola, que era una bruja y estaba loca. Siempre lucía unas alas negras y vestía como
ella, de ahí esa obsesión por el color negro en sus ropajes. Era el único que
entendía como se sentía y siempre la acompañaba en aquellos momentos más
difíciles.
También
recordaba con claridad las veces que había tenido ataques cuando era pequeña:
le subía tanto la fiebre que su cerebro decidía desconectarse para que su
cuerpo no sufriera, algo que su madre nombraba como “ausencias”, puesto que
pasados varios minutos, Raven volvía en sí:
-
Cada vez que me daban esos ataques,
¿estaba muerta? – le preguntó.
-
Así es, por eso me veías. – le dijo Andras,
mientras desplegaba sus alas majestuosas delante de ella.
-
¿Y cómo es que tengo poderes? – Raven
quería saber mucho más.
-
Te los he dado yo. – Andras conjuró una
bola de luz que salía de sus manos. Era de un color violeta reflectante en cada
punta de sus dedos.
-
Entonces, ¿estoy muerta? – le preguntó
Raven con miedo a la respuesta, ensimismada en el batir de alas de su amigo.
-
Técnicamente, sí. Pero gracias a que
entraste en este mundo estando viva, puedes salir de él. – comenzó a explicar
Andras.
-
¡Déjame! – gritó Raven y comenzó a
correr por aquella espesura.
Todo
el paisaje tenía un ambiente tétrico. Árboles quemados hasta sus copas, cenizas
en el suelo yermo, sin animales correteando por aquel medio… Raven paró en seco
y gritó a pleno pulmón por la rabia contenida y la impotencia de saber que sólo
ella podría entrar y salir a su antojo de ese mundo, pero no sabía el cómo.
-
Cuando creciste y cumpliste los siete
años, dejaste de tener ataques. – le dijo Andras desde atrás. Ahora Raven cayó
sobre sus rodillas llorando sin consolación. : - Hasta hoy.
Una
mano fría rozó el hombro de Raven y la elevó del suelo sin apenas esfuerzo.
Ahora se encontraba flotando en el aire, y miró a Andras. Estaba controlando su
cuerpo, pero enseguida la bajó al suelo.
Raven
abrazó con fuerza a su ángel de la guarda, y éste le correspondió,
protegiéndola con sus alas. Siempre había tenido la apariencia de la misma edad
que ella, cuando eran pequeños, Andras también tenía tres, cuatro, cinco años…
la misma edad que Raven tenía en cada momento que lo veía, igual que ahora.
Recordaba que cada vez que su cerebro se desconectaba, Andras estaba a su lado,
con esa sonrisa tan agradable inspirándole tanta confianza…
-
Gracias. – susurró Raven sin soltar a su
ángel.
-
No des las gracias. Esto es algo muy
particular que le ocurre a muy poca gente, entre ellos tú. Es más bien una
desgracia. – dijo con sinceridad Andras.
Caminaron
horas y horas por aquellos bosques sombríos. La situación de Raven era la de ser
una comunicadora entre aquel mundo y este, poder ver lo que hay en ambos y así
poder decir lo que es mejor en cualquier situación. En el mundo que caminaban
ahora habitaban unos seres oscuros, como manchas a nuestros ojos que se mueven.
Esos seres predecían el futuro si así lo deseaban, pero también envidiaban el
mundo de los humanos: tan llenos de energía, sentimientos y grandes recursos
para vivir. Algunos de esos seres a los que Andras llamaba “espectros” se
acercaban a toda prisa para ver a Raven y susurraban:
-
¡Sí!, es ella…
-
¡Ha vuelto!
-
¡Pronto podremos hacerlo!
Andras
le explicó que cuando se quedaba inconsciente, su cuerpo quedaba vacío, por lo
que muchos de aquellos seres querían vivir en aquel mundo y se peleaban por
ello, desatando grandes catástrofes naturales:
-
Hasta ahora no creía en el alma, tal y
como la describe la Biblia…- comenzó a decir Raven, mientras cogía una flor
seca del suelo, pero Andras la paró en seco.
-
No menciones nada de lo que acabas de
decir. – le advirtió. Y Raven soltó la flor de entre sus dedos aterrada.
-
¿Pero, por qué? – le preguntó Raven
atónita.
-
Estos espectros quieren tu cuerpo,
Raven, ¿no te das cuenta?, estoy aquí para ayudarte a cargar con esta
responsabilidad… - dijo Andras con tristeza.
La
responsabilidad era la de comunicar ambos mundos, ¿pero, eso era todo, o
faltaba algo por explicar?, Raven, asustada decidió salir de aquel mundo a toda
prisa. Corriendo entre la neblina que se había formado a sus pies, no escuchaba
lo que Andras le gritaba desde atrás. Llegó a la orilla donde estaba
esperándola el portal hacia su mundo, miró a la figura encapuchada delante de
ella y deseó con todas sus fuerzas volver, entonces sintió como aquella figura
la absorbía.
Cayó
rodando sobre la hierba y desconcertada por el viaje. Una vez se repuso, echó
un vistazo a su alrededor, pero su cuerpo no estaba en el lugar que ella
recordaba.
Corrió
hacia el pueblo y antes de llegar al límite del bosque, un fuerte olor a humo
le invadió todo el cuerpo. Algo iba mal, muy mal. Siguió corriendo y llegó a
las afueras de su pueblo, el cual ardía en su totalidad. Mujeres y hombres
corrían despavoridos sin saber muy bien a dónde ir:
-
¡Ha vuelto! – gritaba una mujer.
-
¡Huid! – ordenaba un chico desde el
almacén. Tenía a su disposición una veintena de caballos y los iba regalando a
todo aquel que se aproximaba para escapar de las llamas.
-
¡Lucifer ha vuelto a por nuestras
almas!, ¡quiere más esclavos! – gritó una anciana con los ojos fuera de sus
órbitas.
Una
marabunta de niños llorando y gritando, buscando a sus madres y padres, pasó
rozando a Raven, algunos incluso atravesándola. Estaba desconcertada, pero
sabía que tenía que descubrir lo que había sucedido, así que fue avanzando poco
a poco hacia lo que parecía ser el centro de aquella catástrofe, su casa.
Ardía
en su plenitud, y allí en la puerta estaba tendida su madre aún en camisón y
con los ojos perdidos en las tinieblas:
-
¡Madre!, ¡madre! – gritaba Raven
mientras se arrodillaba ante el cadáver. Intentaba tocarla pero sus manos
atravesaban el cuerpo sin sentir tacto alguno. : - ¡No! – gritaba mientras
lloraba y daba manotazos al aire.
-
Buenas noches, hija mía. – una voz
masculina y ronca se escuchó desde su espalda.
Raven
se giró y vio su propio cuerpo allí, de pie. Con los ojos completamente negros,
mirándola fijamente. Llevaba la misma ropa que cuando sus propios paisanos la
expulsaron del pueblo:
-
¿Padre? – le preguntó Raven
aterrorizada.
-
Sí. – le contestó su propio cuerpo pero
con voz gutural.
A
su lado, arrodillado, estaba Andras. Aparecieron dos grilletes metalizados por
arte de magia en sus muñecas y miró con desaliento a Raven, la cual sintió que
también la ataban otros grilletes similares.
Ahora
tendría esclavizado a su ángel de la guarda y mejor amigo, Andras, por su
culpa. Y ella nunca más podría entrar en su cuerpo y vivir una larga vida.
Vio
sus propios ojos en su cuerpo, ahora poseído, que se tornaron rojos y reparó en su boca, esbozó una sonrisa
enseñando sus dientes perfilados y puntiagudos. Actuó con movimientos rápidos y
tomó un machete de su cinto, se acercó a Andras, cogió una de sus alas y la
estiró:
-
¡No pierdas detalle, Raven! – dijo la
voz de su padre, y comenzó a cortarle el ala desde raíz, que se situaba en su
espalda.
El
ángel agonizaba de dolor mientras miraba al espíritu de Raven y pronto sus
preciadas y majestuosas alas negras estaban allí, en el suelo, convirtiéndose
poco a poco en polvo. Raven reparó en otro detalle más: Diana se posó en el
suelo junto a su madre, intentando despertarla picoteándole un mechón de pelo,
pero sin resultado.
De
pronto, una oscuridad invadió a Raven, la imagen de Andras se fue desvaneciendo
hasta que únicamente escuchaba un pitido en sus oídos y sentía que caía al
vacío, al olvido.
Al final, se me han puesto los pelos de punta (*__*)
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